Un dios llamado Fuego
Aquel de los presocráticos que sintió el fuego como uno de los cuatro elementos primordiales fue apodado el Oscuro. Estos últimos días, con mayor intensidad aún en las noches, pienso en él, en el fuego, como un ser vivo. Más después de recorrer la Andalucía calcinada que nos han dejado los incendios. Allí -aquí- las huellas de mis sandalias quedaban como las de Armstrong en la Luna: sobre el suelo yermo se imprimía, dramáticamente, la pisada. Un dibujo borroso en las cenizas era el paso del hombre por la Tierra.
Al despertar, una noticia ("el fuego se inició en Riotinto...") y, de pronto, en tan sólo minutos, los paisajes de mi infancia se trocaron en humo, en polvo, en sombra, en nada. Tardarán, dicen, de cien a doscientos años en parecerse, ya ninguna generación presente los volverá a ver. El sagrado bosque de cipreses y abetos, los viejos montes rugosos de encinas y alcornoques, los pinares, la nevada untuosa de las jaras... todo ardiendo, en ascuas todo. No ha mucho que, invitado a leer poemas, estuve en Berrocal, el término más abrasado, y mientras serpenteaba la carretera fui gozando las vistas de quebrados horizontes verdísimos. Hoy, el gris es un guante gigantesco enfundando, como a dedos muertos, cada cumbre, cada cerro. Sus habitantes, y los de otros tantos municipios, amén del paisaje (es decir, con él) han perdido su sustento. Y hay quien más ha dejado: la vida.
Las minas de Riotinto / están ardiendo, escribió Alberti. Me repetía estos versos e, insistente, pertinaz, un título de Cortázar, Todos los fuegos el fuego, mientras caminaba hacia aquellos lugares que, cuando los legendarios yacimientos onubenses pertenecían al poderosísimo consorcio británico de la Río Tinto Company Limited, fueron repoblados -corría 1920- por Kai Hase, un botánico danés, y tres décadas después por otro foráneo, esta vez alemán, Tom Burgyers. No sé si deseaba o no aquella visión. No sé. Pero fui: todavía se elevaban algunas fumarolas, algún rescoldo aquí y allá ardía, aún palpitaba caliente el suelo y el olor a quemado se adhería a la ropa, a la piel que cubre la ropa, a la carne que guarece la piel, al corazón que, al latir entre tanta desolación, ya nada ampara.
Imaginé cómo pudo ser el paisaje cuando, dos siglos atrás, la calcinación del mineral al aire libre, las llamadas "teleras", de trágica memoria (huelga, revuelta social, multitudinaria manifestación obrera, masacre de 1888, "el año de los tiros") emponzoñaban el aire con sus humos tóxicos, y devastados los campos, envenenadas las aguas, creaban una noche artificial tan densa que, en pleno día, provocó el choque frontal de dos trenes. Las muchas veces que equiparé los suelos mineros con un ensoñado entorno marciano (ahí andan científicos españoles y de la NASA investigando microorganismos del río Tinto en comparanza con posibles formas de vida en otros planetas), se me volvían ahora un bumerán que golpea -¡y cómo duele!- en pleno rostro. Diríase que la desgracia goza cebándose en las zonas más deprimidas. Todas las condiciones aguardaban en sazón para la catástrofe: sequedad máxima, temperaturas altísimas, vientos. Resultado: un mar vertical de fuego, un sunami con crestas ardientes de hasta 50 metros empujadas por fuertes ráfagas de 60 kilómetros y... unas tierras que soportan (no, no soportan) el paro, cuando no el olvido y la marginación, devoradas por el todos los fuegos del fuego. Cierro los ojos, pero veo: por el otero huye un ciervo en llamas.
Sin embargo, parado en medio de la inmensa quemadura (dejé de contar hectáreas cuando se sumaban de mil en mil), de aquella honda tristeza grávida, acaso ingrávida como su misma soledad, sin saber ya adónde mirar, qué hacer, quieto en mitad de la nada, parecía que el dios primordial, dijera: "Yo no soy el culpable". Y no lo era, sí la perversa utilización por el hombre de sus dones. Los del fuego y los propios de la naturaleza humana. Sí la falta de cultura, de prevención, de fraternidad, sí la sobra de jactancia para creerse dueño del planeta, el letal exceso de vanidad para pensarse con poder sobre animales y plantas, sí la avaricia y el desvarío y la inconsciencia.
"Yo no soy culpable", susurra el fuego. E indigna que, incluso tras la desolación, aflore por doquier la suciedad: latas renegridas, botellas, deshechos metálicos... el campo como gran basurero. Y turba y conmueve que el elemento creador del oscuro Heráclito, con un inesperado giro de sus lenguas salvara -¿caprichosamente?- un pino, uno solo, elegido -¿por qué ese?- entre el bosque apocalíptico. El seguro azar del dios, para que ahora, un pájaro que lleva toda la noche sin tener donde descansar su vuelo, se pose al fin exhausto en la rama. Y, como un milagro, cante. Es estremecedor su trino entre la muerte.
Juan Cobos Wilkins es poeta y novelista. Su último libro es Mientras tuvimos alas (Plaza y Janés)
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