La metrópoli
En una entrevista concedida a este periódico en plena Aste Nagusia, el alcalde Azkuna se permitía un rasgo de sinceridad: "Bilbao ha cambiado, pero ha sufrido mucho". No ha sido muy habitual, a lo largo de este último período democrático, oír hablar a los políticos sobre los padecimientos de Bilbao. De hecho, creo que el alcalde ha sido el primero que se ha permitido utilizar ese concepto. Es cierto que su reflexión no quiere ir más lejos: describe algunos elementos de ese "sufrimiento" (la pérdida industrial, el problema de la violencia), pero éstos, en buena parte, corresponden al País Vasco en su conjunto y no a la específica historia de Bilbao. Lo que sin duda el alcalde sabe es que en ese padecimiento, especialmente notable en las décadas de los años 70 y 80 del pasado siglo, Bilbao tuvo que sufrir dificultades añadidas, entre ellas una pérdida de centralidad social, política y cultural de la que la capitalidad oficial vitoriana no era más que una circunstancia simbólica.
Bilbao puede y debe tener el orgullo de seguir siendo la mayor metrópoli vasca
No sólo perdió Bilbao esa presunta capitalidad, que hoy todos aceptamos en Vitoria sin mayores aspavientos; Bilbao perdió (y padeció) mucho más. Al amparo del hecho autonómico, y movido por tendencias contradictorias, se alzó una especie de difuso antibilbainismo que supuso, a la postre, la subordinación de Bilbao como proyecto colectivo a cualquier otro que surgiera dentro del proceso de construcción autonómica.
Con acierto señaló hace tiempo el historiador Manuel Montero que el grueso de nuestra nueva clase política, incluso dentro del ámbito restringido de Vizcaya, no procedía de Bilbao. A pesar de alguna honrosa excepción, el nacionalismo reclutaba sus cuadros en la Vizcaya euskaldún, del mismo modo que el socialismo lo hacía en los pueblos de la Margen Izquierda. Eran dos tradiciones que nos remitían, generalizando mucho, al ámbito rural y al obrerismo, respectivamente, pero que no parecían surgir del alma de una ciudad grande y moderna como quería ser Bilbao.
Sí, Bilbao tardó mucho en ser un proyecto digno de atención dentro de la autonomía vasca, y creo que eso es lo que Azkuna, de forma discreta (muy discreta, discretísima) ha querido recordar. El nacionalismo tardó mucho en sacudirse cierta impronta antiurbana, absolutamente injusta, por otra parte, habida cuenta de que el nacionalismo tuvo su germen en Bilbao, de manos de un bilbaíno, y ha mantenido siempre en la ciudad su mayor granero de votos.
El Bilbao que gobierna Azkuna es fruto de una reparación histórica que, por incomprensibles razones, tardó mucho tiempo en asumirse. Y hoy Bilbao puede y debe tener el orgullo de seguir siendo la mayor metrópoli vasca, que concita en su entorno a casi la mitad de la población de la comunidad autónoma.
No está mal recordarlo, sobre todo cuando uno aún se encuentra con ciertos predicadores del antibilbainismo que no se sabe muy bien de dónde salen, y no está mal recordarlo precisamente ahora, en los estertores de unas fiestas que terminan. Pronto volverá el trabajo, la excitación general de una ciudad en movimiento, y con todo ello la certidumbre de que Euskadi sin duda es mucho más que Bilbao, pero que sin Bilbao tampoco existe Euskadi.
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