Educar, edulcorar
El ballet clásico puede servir para educar o para enviciar al público, lo que depende del formato, la calidad y el criterio de lo que se oferta. En el Albéniz se viene verificando un peligroso fenómeno de balletomanía ramplona que no es nuevo, pues este programa de los cubanos hace todas las concesiones imaginables para agradar y provocar aplausos (buscados, como en los reality shows televisivos) desde el fondo de la sala.
Las obras han sido troceadas a mansalva (fragmentos aislados de los clásicos unidos al azar y borrando todo rigor filológico); a los bailarines se les permite hacer perrerías con las lecturas académicas (cada cual va a lucirse individualmente: un egoísmo que destruye el sentido mismo de la danza clásica, su ideario: meten morcillas, alargan codas y equilibrios sin oír la música o rematan variaciones a placer); los decorados son un pastiche surrealista que pone cortinas y lámparas dentro de un bosque (eso es un mal menor, pero en este caso conspira) y hay una sobredosis de pedrería y colorines propios de otros géneros menores. La imagen mejor que se guarda de la agrupación titular cubana en el recuerdo del balletómano ilustrado es otra bien distinta.
La magia de la danza
Fragmentos de Giselle, La bella durmiente, Cascanueces, Coppelia, Don Quijote, El lago de los cisnes. Coreografías: Alicia Alonso. Teatro Albéniz. Madrid, 1 de septiembre.
Todo eso cala en el público de ballet, que, de ir a sapiente, corre a lo vulgar. Con los entusiastas madrileños del tutú está pasando lo mismo: no es justo llevarle a una espectacularidad engañosa que a veces roza lo caricaturesco.
Detallando tales actos, señalemos a una Bella Durmiente reducida por Laura Hormigón a una ejecución mecánica y forzada en tensión (una de las grandes y acertadas ideas estéticas de Alonso es que todo lo que haga la bailarina debe conducir a la naturalidad, a la sensación de que no hay esfuerzo), convirtiéndose en decálogo de lo que no se debe perpetrar sobre un clásico; un Cascanueces bailado por Hanya Delgado y Octavio Martín, que, a pesar de cierto malentendido virtuosismo, descuidan el estilo y derivan a algo histriónico. Así, pocos detalles con rigor esta vez: ni la técnica deslumbrante de Rolando Sarabia (que sí hizo una variación respetuosa), ni el futuro prometedor de Sadaise Arencibia parecen librarse de esa fiebre perniciosa del aplauso.
Babelia
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