Piedras de escándalo
En España, un país donde históricamente es más fácil hallar gente escandalizada que auténticos escándalos, hace algunas semanas que pareciéramos vivir envueltos en graves acontecimientos que alteraran poco menos que los pilares de nuestra convivencia. Leemos y oímos hablar de "hoja de ruta para laminar a la Iglesia católica"; de un Gobierno esclavo del "fundamentalismo laicista y el totalitarismo agnóstico" que consideraría a la Iglesia y a los católicos "un peligro para la sociedad"; de "arrinconamiento de la Iglesia" y hasta de "golpe de Estado". Algunas de estas evidentes desmesuras no merecerían más comentarios de no haber sido pronunciadas por personas con elevada responsabilidad eclesiástica. El PP, por su parte, no ha querido desperdiciar la ocasión para mostrar la sinceridad de su inacabable viaje al centro, y su flamante secretario general ha llegado a acusar al presidente del Gobierno de recuperar la discordia de 1936.
Tratemos, en primer lugar, de separar el trigo de la paja y centrarnos en los hechos políticos que han desatado la controversia. Las piedras de escándalo han sido tres. Primera piedra: el anteproyecto de reforma de la Ley de Divorcio, que agilizará el habitualmente doloroso proceso de disolución matrimonial. Segunda piedra: el anteproyecto de modificación del Código Civil para permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo. Tercera piedra: la propuesta gubernamental de reforma parcial de la controvertida Ley de Calidad de la Educación (LOCE), que entre otras medidas garantiza la oferta obligatoria de enseñanza religiosa por parte de los centros, si bien como materia de elección voluntaria y que no computaría a los efectos académicos para el acceso a la Universidad ni para la obtención de becas.
Todas estas iniciativas estaban incluidas en el programa electoral del PSOE. Un programa que, conviene no olvidarlo, obtuvo un respaldo mayoritario en las elecciones del pasado mes de marzo, celebradas después de un intenso debate electoral que permitió a los ciudadanos terminar de perfilar sus criterios antes de optar. Y lo cierto es que los ciudadanos optaron por un programa avanzado que incluía iniciativas como las tres señaladas, de manera que, para empezar, cuentan con toda la legitimidad democrática. Legitimidad que, paralelamente, obliga al Gobierno a atender sus compromisos. Por decirlo en el nuevo lenguaje presidencial: cumplir con la palabra dada. Lo contrario, aunque no escandalizara a nadie, sí que debería ser motivo de escándalo.
El debate es positivo y necesario: no debemos preocuparnos. Es legítimo que la Iglesia se pronuncie sobre estos temas. El Gobierno, sin duda, respetará dichas opiniones y estará abierto a las mismas. Distinto es que la diferencia de pareceres, el debate o la discrepancia se planteen en términos tan maximalistas y descabalados como traté de ejemplificar más arriba. Porque de lo que se trata es de procurar que el debate no cabalgue a lomos de la crispación y el enfrentamiento.
Las "tres piedras de escándalo" del Gobierno socialista no obligan a nadie ni a nadie privan de sus derechos. Antes al contrario, responden a una ética abierta y laica cuyo objetivo no es otro que evitar que haya ciudadanos de primera y de segunda, que todos vean respetados sus derechos y todos reciban, también en el Código Civil y en las leyes, la misma consideración y respeto. Esta sencilla noción de ciudadanía (sencilla, pero, por lo visto, también incómoda) exige, y cito a Adela Cortina, "una base de igualdad tal que les permita llevar adelante sus planes de vida, siempre que no impidan a los demás hacer lo propio; no cortarlos a todos por el mismo patrón, sino garantizar esa igualdad cívica desde la que puedan desarrollar libremente sus proyectos vitales".
Me pregunto: ¿hay algo en estas iniciativas del Gobierno que impida a nadie actuar conforme a sus valores, desarrollar su vida, tratar de ser feliz? Precisamente porque la respuesta es negativa es por lo que estas tres iniciativas no sólo cuentan con la legitimidad política derivada de su respaldo electoral, sino que también aparecen avaladas por un importante apoyo social. Apoyo que estoy seguro abarca a una mayoría de ciudadanos que se consideran a sí mismos católicos. Hay opiniones que de una manera manipulada tratan de contraponer el Estado laico (que lo es, en el sentido de "aconfesional", aunque no en el de laicista) con el carácter mayoritariamente católico de la sociedad. Pero no hay contraposición, a mi modo de entender: la inmensa mayoría de los ciudadanos, incluidos los católicos, quieren un Estado laico, que actúe y legisle como tal. Un Estado laico "abierto" a la religión.
Así pues, las tres iniciativas del Gobierno no son fruto, en modo alguno, de ningún fundamentalismo laicista. Nadie pretende erradicar de la vida pública cualquier signo de religiosidad, ni conducirlo a las catacumbas. La religiosidad, y muy especialmente la católica, forma parte de nuestra cultura, de nuestra manera de relacionarnos, de celebrar y afrontar la vida. Es respetable que muchos ciudadanos conciban el matrimonio como un sacramento destinado a la procreación y por ello su concepción de este sacramento excluya a los homosexuales. Pero no pueden pretender que esa concepción sea asumida por el Estado y sea impuesta a los ciudadanos, impidiendo la igualdad de todos ante la ley. Y algo similar cabría decir sobre la enseñanza de la religión o sobre el divorcio. El Estado tiene la obligación de garantizar la enseñanza de la religión, pero no puede imponerla ni a los padres ni a los alumnos ni introducir discriminación entre los que optan o no por dicha enseñanza.
Seamos todos sinceros: algunos sectores de la Iglesia y de la derecha política están buscando el enfrentamiento con el Gobierno; incluso dividir a la sociedad española. Algo similar ya ocurrió en 1982, cuando Felipe González llegó al Gobierno, pero hubo un diálogo positivo resultado del respeto a los ámbitos propios de las creencias religiosas y de las ideas y principios políticos. Este respeto debe ser la base del diálogo que Gobierno e Iglesia deben llevar a cabo. El Gobierno socialista es un Gobierno, en efecto, laico, pero precisamente por ello "abierto" a la religión y al hecho religioso. Diálogo y respeto, parece poca cosa, pero son claves para un entendimiento razonable. Razonable, posible y deseable.
Para acabar, creo que convendría desdramatizar. No se va a divorciar más gente por aliviar los trámites, ni va a haber menos católicos porque la religión no sea obligatoria, de la misma manera que no va a haber más parejas homosexuales de las que ya hay, aunque ahora, afortunadamente, se les reconozcan los mismos derechos que a los demás, ni el matrimonio se va a resentir. Antes al contrario, muchos a los que antes se les vedaba esta institución, ahora podrán sumarse a ella, reforzándola y ensanchándola en la dirección de los nuevos tiempos. Tiempos nuevos a los que todos debemos sumarnos, para que sean nuevos y también mejores.
Manuel Chaves González es presidente de la Junta de Andalucía y del PSOE.
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