La Naval: mitos y realidades
Cualquiera que oiga hablar del conflicto de La Naval, y en ausencia de informaciones precisas, sentirá la lógica extrañeza que produce su evidente anacronismo: ¿cómo es posible que sobreviva una empresa que ya ha atravesado por dos reconversiones muy serias en los ochenta y noventa, cuando los restos del naufragio público -nunca mejor dicho- desaparecieron hace tiempo o fueron privatizados? O lo que es lo mismo: ¿hasta cúando quieren seguir viviendo estos trabajadores a costa del país?
Las mentes bien pensantes justifican el apoyo a La Naval con dos piadosas teorías sobre cuya falsedad bien merece la pena detenerse: Primero, la empresa puede llegar a ser un día competitiva y rentable; y segundo, aunque no lo fuera, su peso económico y su papel tractor justifican de sobra su existencia, aunque haya que mantenerla artificialmente en vida a base de periódicas inyecciones de dinero público. Dos mitos que no resisten el menor análisis. Sobre lo primero hay que decir que, después de treinta años de decadencia continuada, de dos intentos de hacerla viable -intentos en los que los intereses sociales de los trabajadores se antepusieron siempre a la lógica de la competitividad-, y de una constante erosión de su saber hacer e iniciativa, La Naval no tiene la más remota posibilidad de ser viable algún día. En situaciones de crisis se suele decir que cuando una empresa no sale adelante en tres años, no lo hace nunca. No digamos después de treinta.
Cuando una empresa no sale adelante en tres años, no lo hace nunca. No digamos en treinta
Ninguna empresa sobrevive a semejante proceso de evaporación gradual de su moral de trabajo (dos años sin recibir pedidos), dilapidación de sus mejores activos humanos y, sobre todo, al confortable sentimiento que se instala en la plantilla cuando se interioriza que, pase lo que pase, el Estado va a seguir pagando sus salarios (hasta que Bruselas ha dicho basta). Por no mencionar la falta de sintonía entre un astillero instalado en Vizcaya y una dirección que toma sus decisiones en Madrid.
Las constantes rupturas de la continuidad, la dilución de responsabilidades y la anulación de un elemento de referencia tan fundamental como es la cuenta de resultados destruye todo proceso de mejora y todo potencial de cambio. En estos treinta años, la industria vasca ha experimentado un cambio cualitativo de tal magnitud que la hace irreconocible. Y lo ha hecho porque no tenía más remedio, por puro afán de supervivencia, por narices. La Naval no ha hecho nada de eso y se ha convertido en un navío obsoleto encallado en la noche de los tiempos. Sin posibilidad de retorno.
Los trabajadores de la Naval tienen toda la razón del mundo al defender que la empresa siga en el sector público ya que, por descontado, no puede funcionar sin una ayuda pública permanente, ahora y siempre. Pero los ciudadanos tienen el mismo derecho a no poner un duro más.
A todos las debilidades internas se suma un problema externo monumental: la competencia asiática, basada en bajos salarios, altas productividades, ayudas públicas ocultas e infravaloración de sus monedas. Contra eso no se puede luchar. De hecho, todo el sector naval europeo apenas controla un 7% de la demanda mundial, cuando hace veinte años era de más de un tercio. Los astilleros europeos que sobreviven se han especializado en productos de alto valor añadido y nichos de mercado muy determinados -trasatlánticos de lujo, por ejemplo-, cosa que no han sabido hacer los astilleros españoles, a pesar de lo cual tienen más empleo que ningún otro país de Europa. Una inconsecuencia manifiesta.
Aunque todo esto fuera cierto, cosa que pocos ponen en cuestión cuando hablan en privado, muchos piensan que aún así vale la pena "salvar" el empleo y "mantener" la actividad. Es un error, y un error interesado. Especialmente si se piensa en las inmensas cantidades de dinero que dilapida Izar. Sólo en los tres últimos años, más de tres mil millones de euros: más de mil por las ayudas ilegales que no se van a recuperar, sumados a 300 millones de pérdidas anuales y unos 1.200 millones que va costar jubilar a la gente con 52 años.
Esos son recursos sustraídos al resto de la economía y al conjunto de la sociedad. Cuando un gobierno deja que unos obreros que queman neumáticos le fijen las prioridades, deja de hacer lo que tiene que hacer. Son empresas que nunca se crearán, empleos que nunca existirán, inversiones públicas que no se materializarán, etc. Lo que es especialmente grave en un país que ya tiene muchas asignaturas pendientes, de las de verdad, y cuyas principales locomotoras económicas se están tambaleando (la inversión exterior, el turismo, los fondos estructurales). España no se puede permitir el lujo de seguir sosteniendo hunosas, navales o santabárbaras. España tiene que reinventarse y eso quiere decir que ha de invertir en su futuro y no en su pasado.
Mantener La Naval es incluso un mal negocio para el País Vasco o para Vizcaya, aunque la factura la pague el llamado Madrid. Todas las zonas con empresas públicas en crisis acaban expulsando al empresario privado y se vuelven hostiles al desarrollo. No hay más que ver las tasas de paro de Cádiz, Ferrol, Gijón o la Margen Izquierda, a pesar de las inversiones públicas; o precisamente por ellas. Acaban siendo áreas sin iniciativa propia, que esperan, pasivamente, ser salvadas. Las regiones que salen adelante son aquellas que no esperan la ayuda externa para poner manos a la obra, que asumen sus propias responsabilidades y donde el componente privado y local de esa reacción es mayoritario frente a los programas en los que domina lo público y exterior. La recuperación que ha experimentado la propia economía vasca a partir de los noventa es un buen ejemplo.
El peor negocio que puede hacer una sociedad, una región, tanto en lo político como en lo económico, es apostar por su pasado, tratar de mantenerlo a toda costa y dar la espalda al futuro. La moraleja de esta historia es clara: más vale empezar de cero que tratar de arreglar lo que no tiene arreglo posible. No hay otra forma de hacer frente a los retos que un futuro problemático va a plantear.
Antxon Pérez de Calleja es economista.
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