¿Y ahora?
Despejada la incógnita electoral en Estados Unidos, más allá de las evaluaciones sobre lo que pudo ser y sobre lo que es, mucha gente se pregunta sobre lo que va a pasar a partir de este segundo mandato de una Administración de Bush más legitimada y fuerte que la primera.
Es una cuestión que afecta a los de fuera -sean éstos iberoamericanos, europeos, árabes, asiáticos, rusos, etcétera- y a los de dentro, la propia sociedad americana, polarizada como en pocas ocasiones en la historia. El orden en que pongo a los afectados -de fuera y de dentro- no es caprichoso. Por respeto democrático, aceptamos la libre decisión del pueblo norteamericano, como debería ser el caso en relación a otros países. Por respeto a la autonomía de los demás, de los que no tienen derecho a decidir quién va a ser el presidente de la primera potencia del mundo, es lógico plantearse las consecuencias de la decisión de los ciudadanos americanos.
No he seguido con pasión la evolución de la campaña, menos aún con tentaciones de interferir -valen poco o nada-, entre otras cosas porque no he logrado ver las diferencias que pudieran marcar la distancia en lo que afecta a los de fuera. Es decir, no sólo no me ha gustado lo que ha hecho el presidente Bush en los asuntos que conciernen al orden internacional, a la paz o la guerra, sino que lo he criticado públicamente y en foros estadounidenses. Pero no he logrado saber qué efectos produciría la alternativa Kerry en los temas de fondo que he criticado a Bush.
Ahora esta incertidumbre relativa de los últimos meses está despejada. Pero la estrategia de la Administración de Bush, en este segundo y definitivo periodo, no está predeterminada, ni siquiera por la primera. Por tanto, la pregunta sigue vigente y la respuesta, pendiente.
Pero, antes de analizar los escenarios posibles de esta estrategia, merecería la pena considerar si los de fuera que se plantean esta pregunta creen que tienen algo que hacer -además de esperar la respuesta- por su propia cuenta, en el uso de su derecho y de su deber de definir su propia estrategia en función de los intereses y valores que representan.
¿Qué queremos hacer los europeos como tales en las relaciones con Oriente Próximo o con Oriente Medio? ¿Cómo orientamos nuestra relación con Rusia y las ex repúblicas de la extinta URSS? ¿Qué atención prestamos a China, la India...? ¿Cómo actuamos en Iberoamérica?
Lo mismo cabría preguntarse de la óptica de la Liga Árabe, o de Rusia o de otros, para llegar a la conclusión preliminar que de sólo China parece tener un diseño claro de lo que quiere y, además, lo ejecuta con autonomía.
Es decir, más allá de declaraciones políticamente convenientes, oídas con profusión aquí y allá, lo que subyace es una actitud de espera, de expectativa de nuevos escenarios decididos por la segunda Administración republicana. Y es esto lo que me preocupa, lo que siento como un error que limita la capacidad de iniciativa, que mantiene el clima de división de fondo (más que de forma), que certifica la escasa o nula autonomía de los interlocutores de Estados Unidos en el tablero mundial.
Me interpretaría mal quien entendiera que no atribuyo una importancia capital a lo que vaya a ser la estrategia de los Estados Unidos a partir de ahora. Sería banal hacerlo. Lo que me preocupa es la definición de las políticas europeas como puramente reactivas, antes incluso de valorar el sentido de esas políticas. El hecho de que lo podamos afirmar de otros espacios políticos como los mencionados no quita importancia a la carencia de definición estratégica europea. El unilateralismo se refuerza si otros conjuntos relevantes para el orden mundial, como la Unión Europea, no son claramente identificables con sus políticas propias.
Como el propósito inicial de esta reflexión de urgencia era aproximarse a los escenarios posibles en la acción de la segunda Administración de Bush, me resitúo en ellos, refiriéndolos a un tema nuclear por sus implicaciones en la guerra o la paz, en la lucha contra el terrorismo internacional y en sus consecuencias energéticas. Me refiero, claro está, a qué va a ocurrir en Oriente Medio -Irak y su entorno- y cómo se va a enfocar el epicentro de la inestabilidad -el conflicto israelo-palestino-.
Imaginemos, siguiendo la lógica electoral, que habría una estrategia basada en más de lo mismo, como primera hipótesis. Bush más fuerte, más legitimado electoralmente y sin tener en cuenta la fractura interna y externa provocada por su política. Las consecuencias en términos de inestabilidad regional, amenaza terrorista internacional, problemas energéticos y demás serían, casi con toda seguridad, más de lo mismo. Una dinámica que exige aumentar considerablemente la presencia en Irak, presionar más, indirecta o directamente, a los países del entorno considerados amenazas y apoyar más la orientación política del Gobierno israelí. Un previsible callejón sin salida que empeorará la ya dramática situación que vivimos.
Pero también podemos imaginar, y espero que ocurra, que este segundo mandato va a corregir los excesos de unilateralismo, replantear la estrategia de lucha contra el terrorismo internacional y contra la proliferación de armas de destrucción masiva, recuperar una senda de salida para el conflicto israelo-palestino, y mirar a fondo la crisis energética y sus razones.
Este cambio de actitud no se deriva de un análisis simplista de los resultados del 2 de noviembre, pero sí de la contemplación serena de otros factores.
A nivel interno, la superación o el empeoramiento de la fractura en la sociedad americana dependen de un buen manejo de estos elementos. Para gobernar, que no es idéntico a ganar unas elecciones, si se pretende basar la acción de gobierno en el temor a la inseguridad, ha de mantenerse ese clima y ha de afectar a una mayoría social más amplia que la que ofrece el resultado electoral. Esto no va a ocurrir y puede que lo contrario sea más evidente. Es decir, que un mandato renovado que mantenga y aumente el perfil del anterior acelere la fractura y la aumente.
En el exterior, para superar la situación creada, es imprescindible contar con más gentes, recomponer alianzas menospreciadas, recuperar un papel diferente de Naciones Unidas (el que le corresponde) e implicar en la salida al terrible conflicto regional, a los países de la Liga Árabe, de la Conferencia Islámica, a la Unión Europea -como tal-, a Rusia, China y otros.
No contemplo un cambio de estrategia basado en juicios de valor sobre lo que defiende cada uno, desde su óptica particular, sino en el análisis de los errores de la estrategia emprendida y la necesidad de su corrección
para conseguir los objetivos que se proclaman frente a las amenazas. Lo demás son discusiones sin salida, porque algunos dirán que el triunfo de Bush perjudica al terrorismo internacional, mientras otros afirmarán que ese triunfo es lo que más conviene a los terroristas. Por poner un solo ejemplo, que podríamos hacer extensivo a otros ya citados, con el mismo resultado.
La única verdad es que Estados Unidos necesita una salida para el terrible problema iraquí, con todas sus implicaciones regionales e internacionales, y el camino por el que se va no conduce a esa salida. Lo grave es que los demás también la necesitan.
Estas consideraciones, internas y externas, junto a otras que no caben en este espacio, me llevan a pensar que la hipótesis del cambio de estrategia es más probable que sea la de más de lo mismo, que defienden con ardor, en Estados Unidos y fuera, la cohorte de los aguerridos neocon que nos han metido en este desastre.
Felipe González es ex presidente del Gobierno español.
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