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Columna
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Benicàssim

En el centro de la explanada donde hoy se levanta el Hotel Voramar, había un piano de cola esmaltado en gris perla y oro, que sin duda debió de pertenecer a algún veraneante rico que huyó espantado por la guerra. En la oscuridad se apretaba un público tenso, inmóvil dentro de la blancura de las vendas y las camillas de un hospital de campaña. Cientos de rostros miraban fijamente al escenario. Entonces, Paul Robenson, el gigante negro que estaba sentado al piano, se levantó mostrando su descomunal estatura y de pronto su voz grave se alzó en medio de aquel auditorio de heridos como la nota más pura que puede dar la esperanza. En aquel momento el canto revolucionario que es el himno de los olvidados del mundo sonó al mismo tiempo en todos los idiomas. Ocurrió en Benicàssim, un día de noviembre de 1936.

Entonces no importaban tanto las fronteras. Estábamos solos. Mientras las democracias europeas daban la espalda al gobierno legítimo de la República, miles de jóvenes de todos los países vinieron aquí por su cuenta, porque entendieron que la mejor manera de frenar el fascismo, era batirse por la democracia en España. Pati Edney, inglesa, llegó a nuestro país con 18 años. Trabajó de enfermera en el frente de Aragón. Se enamoró de esta tierra irredenta, la recorrió en una ambulancia con su uniforme azul de miliciana, afrontó la muerte de los amigos y la derrota, pero consiguió sobrevivir a la tragedia. Pasados los años decidió regresar para ver por última vez el que había sido su país de elección. Después murió. Pocos días antes había muerto también Frida Knight en Londres a los 85 años. Sus cenizas fueron esparcidas, siguiendo su voluntad, desde el Puente de los Franceses donde había caído su compañero en el terrible invierno de 1937. Para ellos España era el símbolo de todos los países porque representaba la idea misma de un universo escarnecido como decía Simone Weil, miliciana anarquista, mirando desconcertada a través de sus lentes de intelectual la crueldad de la contienda. Había obreros metalúrgicos, estudiantes, trabajadores portuarios del Támesis y soñadores de todas partes. En su geografía particular Valencia fue la capital de los leales. Más de 15.000 voluntarios de las Brigadas Internacionales murieron en combate. A los que sobrevivieron se les prometió que nunca les olvidaríamos.

Por todo esto la decisión del alcalde de Benicàssim, Manuel Llorca, que acaba de retirar del cementerio por decreto una placa en su memoria, demuestra una cicatería de alma que avergüenza hasta a las piedras. Realmente hace falta ser muy miserable para negarles el recuerdo.

Ellos fueron los últimos románticos. Se dejaron la piel en la última guerra que había que perder, con pena y desencanto y una indiscutible elegancia de corazón, como John Cornford un muchacho con cazadora de aviador y sonrisa de niño que fumaba cigarrillos sin filtro y que era un excelente poeta. Tenía sólo 21 años cuando una bala le reventó los pulmones en la sierra de Córdoba en la navidad de 1936. Poco antes de morir escribía a su amiga Margot Heinemann estos versos de amor que parecen también dirigidos a las entrañas de nuestro país: "Y si la suerte acaba con mi vida dentro de una fosa mal cavada, acuérdate de toda nuestra dicha... y no olvides que yo te amaba".

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