Dimes y diretes
Respecto a su última novela, De todo lo visible y lo invisible, la novelista Lucía Etxebarría alcanza, con Un milagro en equilibrio, algunos logros. El primero es que hasta los dos primeros tercios de la novela el relato se hace llevadero, con esa amenidad que da leer un sinfín de aventuras relatadas con un estudiado gracejo. No es un logro menor el ritmo, sopesando con criterio la extensión de los acontecimientos, la alternancia de los mismos según venga a cuento la oportunidad de una historia u otra, sin perder nunca la noción de que de lo que se trata al fin y al cabo es de crear la ilusión de una vida llena de idas y venidas, altos y bajos. La autora de Beatriz y los cuerpos celestes sigue empeñada en contar la totalidad del presente. Y uno tiene la impresión de que ese impulso es tan grande que difícilmente haya alguna forma novelística a priori que dé forma inteligible a ese magma de información (no estoy seguro de que pueda hablarse de conocimiento), de opiniones (no estoy seguro de que pueda hablarse de ideas) y, no sé, si de unas incontrolables ganas de escribir la Crónica de la Contemporaneidad Española. Este problema no es nuevo en ninguna literatura del mundo. Incluso dudo de que sea un problema si se lo domina y se lo transforma, a cambio de unas buenas dosis de método narrativo. Precisamente el método, o mejor dicho, la falta de él, es de lo que se puede hablar comentando Un milagro en equilibrio.
UN MILAGRO EN EQUILIBRIO
Lucía Etxebarría
Planeta. Barcelona, 2004
424 páginas. 21 euros
Parece que la novela (vamos
a llamarla así para agilizar el comentario) es una carta que escribe Eva Agulló, una periodista muy famosa por haber escrito un libro de encargo con gran éxito de público. La carta está dirigida a su hija de pocos días. Tal carta (la novela que leemos) a su vez va trufada con un diario que nos indica la duración real de la narración, unos escasos dos meses. El punto de vista es un logro también respecto a la novela anterior, una primera persona que va a su aire pero que no incurre en los desajustes en que incurría De todo lo visible y lo invisible. Y aquí ya podemos hablar de la ausencia de método.
Ya sabemos que esto no parece preocuparle demasiado a Etxebarría, porque a ella lo que le interesa sobre todas las cosas es contar y mostrar su desacuerdo con el mundo. Pero el lector puede preguntarse, en qué quedamos al final: ¿es un simulacro de novela, de diario, de carta?; ¿y si es todo junto, para qué sirve, qué tiene que ver todo ello con la materia humana que se ventila? La novela no da ninguna respuesta. Pero ofrece materias que tienen que ver con la actividad humana. Voy a citar algunas: descripción de un libro de Konrad Lorenz, estadísticas sobre liposucciones mamarias, delitos ecológicos, sobre el sistema sanitario español, miniexégesis sobre Freud, sobre el alcoholismo... Este cúmulo de materias desgraciadamente no sirve nunca para subrayar la importancia de uno de los ejes de la novela, esa pulsión de vida y muerte (que ya había trabajado en Amor, curiosidad, prozac y dudas) que dibujan la descripción de muerte de la madre de la narradora y el incipiente despertar a la vida de la destinataria de la carta.
El último tercio de la novela, cuando la madre de la narradora ya ha muerto, ofrece al lector toda la incompetencia de Lucía Etxebarría para conmover de verdad. Y esto sí que es una auténtica ironía, teniendo en cuenta el esfuerzo que pone la autora por relatar afectos y desafectos. En este último tramo de la novela uno espera la frase o el párrafo milagroso (ya que se habla tanto de milagros) que le dé auténtico calado. La novela nunca levanta vuelo, nunca sobrepasa el nivel de dimes y diretes emocionales.
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