Tabaco y humo
"En el tiempo en el que fumaba sin parar,
el cigarrillo, tras una noche en blanco, tenía un
sabor fúnebre que me consolaba de todo"
E. M. Cioran
La señora ministra de Sanidad y Consumo acaba de anunciar una ley restringiendo el "fumeque". Ya tardaba en tocar esa flauta, pues debería haber comenzado con esa melodía al día siguiente de "tomar posesión". Perseguir fumadores tiene, en la política mediática en la que vivimos, muchas ventajas y apenas inconvenientes. En efecto, la persecución del tabaco asegura buena presencia en el papel impreso y un largo y fructífero paseo por las ondas hertzianas. Y aunque sea un ataque contra muchos millones de personas adictas al cigarrillo o al veguero, estos enemigos en desbandada son pecadores arrepentidos, es decir, dispuestos a recibir el justo castigo a su maldad.
La ley sólo quiere prohibir el uso del tabaco en los lugares públicos, incluidos los de trabajo, pero hay pecadores que trabajan en su domicilio. ¿Van a quedar libres del castigo? Y los fumantes al aire, diz que libre, ¿también? Hay que endurecer esta norma: "brigadas antivicio" vigilarán los domicilios, fábricas y tabernas y, dado que la ley no prevé financiación alguna, estas "brigadas" serán de voluntarios, que no han de faltar en un país con alta imaginación represiva y muy larga experiencia en el asunto. A quienes fumen por calles, parques y jardines, caminantes o sedentes, se les ha de exigir, como a los leprosos en la Edad Media, que hagan sonar, mientras succionan esos cilindros preñados de veneno, una campanilla que anuncie su apestosa presencia.
Estamos en una campaña importada desde los Estados Unidos hacia Europa, con especial entusiasmo a través del Parlamento Europeo. Un Parlamento que no legisla acerca de asuntos como la fiscalidad o el derecho laboral que, al parecer, tienen menos relevancia social que el tabaco. De ahí que algunos mal pensados se empeñen en sostener que "cuando el diablo no tiene nada que hacer, con el rabo espanta las moscas".
Vaya por delante que el tabaco es malo para la salud, de eso no cabe duda. Aunque en buena parte de los casos aún no se sepa cómo operan sobre el cuerpo humano las sustancias inhaladas al fumar, las correlaciones detectadas entre tabaquismo y enfermedad anuncian una -más que probable- causalidad, pero esa verdad no autoriza a emitir "humo", es decir, informaciones falsas o confusas, maltratando el derecho ciudadano a una información veraz, por mucha campaña o cruzada para las que se pretende nuestra complicidad. Ya se sabe: toda campaña exige datos contundentes, aunque sean falsos; así ocurre con la supuesta cuantificación de "víctimas del tabaco" y con los costes sanitarios que, se dice, acarrea.
Aclaremos, para entrar en harina, que el tabaco en cuanto a su capacidad mortífera es casi una broma si lo comparamos con la del automóvil. Éste se ha convertido en un auténtico minotauro que exige cada año millones de víctimas jóvenes, eliminando años por vivir en una dimensión a la que el tabaco no puede aspirar. Aparte, claro está, de las emisiones perjudiciales que producen esos motores.
Comencemos por las más de 50.000 muertes anuales que se le atribuyen al tabaco. Esta cifra, de tan repetida, se ha instalado en los medios como una verdad revelada. Tomando los datos de fallecimientos según la causa de muerte que publica el INE, basándose en los boletines de defunción, es fácil determinar los muertos en accidente de automóvil, pero resulta imposible saber los que pueden atribuirse al tabaco. Veamos: los boletines de defunción, que rellenan los médicos, contienen, para cada fallecimiento, cuatro tipos de causas: 1) inmediata (por ejemplo, paro cardiaco); 2) antecedente inicial (por ejemplo, hepatitis C); 3) antecedente intermedio (por ejemplo, cáncer de hígado); 4) otros procesos complementarios. A partir de esa información se deduce la causa básica, que es la que aparece en las estadísticas publicadas.
Esta información es utilísima, pero no permite estimar, con un mínimo rigor, los fallecimientos atribuibles al tabaco. Sin embargo, leo en un periódico de tirada nacional que el tabaco es el responsable en España de 22.000 muertos anuales (¿de qué año?) por tumores malignos, 20.000 por enfermedades cerebro-cardio-vasculares y 13.000 por enfermedades respiratorias (total: 55.000). ¿De dónde salen estos números? Hay muy poderosas razones para pensar que se deben más a la magia que a la ciencia.
Esta mañana, he oído en una radio que "el tabaco acorta la vida 10 años". ¿De dónde habrán sacado este dato?, me pregunto, y, naturalmente, no obtengo respuesta. Para llegar a semejante conclusión se necesitaría disponer de estadísticas de mortalidad, hoy inexistentes y, en cualquier caso, de muy difícil o imposible confección.
Pero, de todos los argumentos contra el tabaco, el más peligroso es, a mi juicio, aquel que pretende estimar el gasto sanitario que produce su uso. Así, con ocasión de la futura ley antitabaco, apoyándose en un trabajo realizado por una universidad barcelonesa, el ministerio atribuye al tabaco un coste sanitario de 3.000 millones de euros anuales. Si uno se entretiene en leer dicho estudio, se encuentra en el desierto de la trivialidad, donde cualquier rigor brilla por su ausencia. Pero lo más llamativo resulta ser que, metidos de mala manera en la cuantifi-cación económica, nunca se plantee si el maldito tabaco produce, acaso, algún ahorro económico. Vayamos a ello.
Dejando aparte los ingresos fiscales que el tabaco produce y que el sedicente estudio ignora, supongamos que, como dicen, el tabaco acorta la vida 10 años. Mas no descubro nada si digo que, al final, nos moriremos todos. Por lo tanto, si una persona, sin probar el tabaco, habría de morir, pongamos, a los 84 años y, a causa del tabaco, se muere a los 74, dado que los gastos sanitarios y asistenciales crecen exponencialmente con la edad, desde el punto de vista económico ese "veneno" también produce un buen ahorro al erario público: el gasto sanitario y asistencial entre los 74 y los 84 años de edad de los fumadores fallecidos prematuramente.
Este seudodebate es peligroso, y lo es porque ya suenan voces que no se quedan ahí, sino que pretenden preterir, a la hora de la asistencia sanitaria, a los "pecadores", léase a los que fuman.
Pero la perversión va más allá de la manipulación de los datos en beneficio de una campaña disuasoria, pues detrás de todo ello hay un mensaje tenaz, apenas subliminal, según el cual los culpables de nuestra propia muerte somos nosotros, los usuarios (ya sea del automóvil, del tabaco, del alcohol o de las grasas saturadas), gente sin buena conciencia, que no se cuida y que, de atenerse a lo que se les ordena, serían inmortales.
El gran poder disuasorio de los púlpitos siempre ha sido la muerte con sus dos resultados: lavida eterna o la condenación; pero las reglas teológicas exigen que el individuo tenga libertad (el libre albedrío). Será por eso por lo que se permite la fabricación de automóviles que alcanzan los 250 kilómetros por hora, en lugar de restringir la velocidad en fábrica. Por eso el tabaco y el alcohol se venden en las tiendas..., para permitirnos ejercer nuestro libre albedrío.
En este asunto de la salud, parece que el Estado se quiere colocar en el cómodo papel de Dios quien, para preservar nuestro libre albedrío, nos señala sus "mandamientos", pero nos crea "libres" y con notables atracciones fatales hacia los pecados (ya lo escribió Orígenes: "Sólo las almas con inclinación al mal se revisten de cuerpo"). Pecados que, para decirlo todo, son, muchos de ellos, más interesantes y placenteros que fumar, emborracharse, drogarse, comer como gorrinos o correr como liebres subidos en un coche.
Pero, dígase lo que se diga desde los púlpitos estatales, la muerte es la compañera inseparable de la vida, la referencia ineludible de nuestra existencia, y más cuando "el tiempo nos alcanza", es decir, cuando nos llega esa devastación que llamamos vejez. Sin embargo, las ciencias médicas han conseguido alargar la esperanza de vida y, de hecho, han reducido drásticamente las muertes por causas exógenas (infecciones -incluido el sida-, etcétera), aunque los accidentes automovilísticos -que son causa exógena- sigan tan altos. Causas de muerte exógenas en las que no influye (o apenas) el tabaco. La roca dura donde hoy (en los países más desarrollados) se ha instalado la muerte son las causas endógenas: cánceres, accidentes cardiovasculares..., es decir, enfermedades en cuya propensión intervienen, básicamente, los genes, ayudados o no por el tabaco o por la "mala vida". Son ellos, nuestros genes, quienes, en muy alta medida, ordenan nuestra muerte. Son ellos, y no un supuesto desgaste de nuestro cuerpo, quienes nos llevan a la vejez y al cementerio. Y esto es así por más que se quiera edulcorar la vejez o se pretenda desviar la atención hacia daños colaterales, como el tabaco.
Detrás de todo esto late una ideología muy extendida en los países desarrollados según la cual la vida es el bien supremo. Esta afirmación merece ser matizada. El bien supremo debiera ser la vida de los otros, pero no la propia. Nuestra vida tiene sentido, precisamente, porque hay cosas que valen más que nuestra propia vida, aunque entre ellas no esté el tabaco.
Joaquín Leguina es demógrafo experto por el Instituto de Demografía de la Universidad de París.
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