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Columna
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Espejismos

"¿Está usted a favor o en contra del matrimonio homosexual?". Ésta era la pregunta de la encuesta. Nada nuevo: el tema está sobre el tapete. Lo raro es que esta vez la encuesta iba en serio, parecía rigurosa y -lo más extraño, ya que las encuestas suelen contestarlas seres vagamente reales- me la hacían a mí. ¡Las encuestas existen! Constatado, a menos que sea yo quien no exista, cosa siempre posible para escépticos como yo misma.

Aún impresionada por ese acontecimiento insólito, contesté a la pregunta como si la hubiera estado esperando toda la vida: estoy a favor del matrimonio homosexual. No había otra opción. Las encuestas no permiten manifestar, ni sucintamente, el deseo de ver bien protegidos los derechos individuales de forma que no sea necesario promover el derecho al matrimonio y, consecuentemente, al divorcio.

Que el matrimonio suele ser un problema lo saben bien los jóvenes de este país. Según el Instituto Nacional de Estadística (datos del censo de 2001), el 48,9% de los chicos y el 38,4% de las chicas entre 20 y 24 años, conviven tan contentos sin pasar por el juzgado o la vicaría: su compromiso es privado, ante ellos mismos, eso les basta. Si ésta es la tendencia, ¿por qué reclamar más matrimonio? Quizá lo que se está pidiendo es algo tan simple como que no se quieren discriminaciones para nadie por razón de sexo, obviedad que ya protege la Constitución. ¿Estamos ante esta clase de malentendido en el caso del matrimonio homosexual?

Hay, es obvio, no pocos equívocos y mucho morbo en torno a la cuestión: ¿las bodas gays vendrían a legitimar moralmente la homosexualidad? ¿Es ahí donde duele a los legitimadores tradicionales, que en este país han sido históricamente dos: la Iglesia y el Estado? No cabe duda: la batalla de fondo se sitúa en este movedizo territorio donde, desde hace siglos, se fraguan alianzas variopintas. No sólo en España, sino en toda la cultura occidental, asistimos hoy a un nuevo episodio del gran pulso histórico por la hegemonía moral -y, por tanto, social y cultural- entre lo civil y lo religioso. Las costumbres se hacen. Ahí está la disputa: en quién las cambia y en qué dirección.

No es poca novedad, desde el día a día tradicional, que los hombres puedan casarse con hombres y las mujeres con mujeres con toda normalidad. Esos cambios cuestan generaciones. Y dan miedo. He ahí a Rocco Buttigione proclamando que la homosexualidad siempre ha sido pecado. No podía expresarse de forma más clara -y más demagógica- lo que muchos pueden estar pensando sin atreverse a manifestarlo, acaso por aparecer como contrarios a la igualdad plena de derechos individuales.

El caso Butigglione corrobora esta posible interpretación. El ministro italiano, ultracatólico, insiste en sentirse "discriminado por el relativismo moral como doctrina oficial en Europa". Se presenta a sí mismo como víctima -mártir, en terminología católica- propiciatoria: si otros cristianos han sufrido por su fe "hasta martirio o cárcel, bien puedo yo sacrificar un sillón en la Comisión Europea". He ahí al nuevo -autoerigido- héroe que lucha contra lo políticamente correcto: "Si pido el derecho a pensar que quizá la homosexualidad sea un pecado, se me discrimina. Siempre existe el riesgo del totalitarismo y hay que reaccionar afirmando la libertad (...) que está en el Evangelio" (Abc, 21 de noviembre).

¡Ah, la libertad! Mira por donde ahora resulta que es la contrafigura no sólo del matrimonio homosexual, sino de la Europa laica. ¿El mundo al revés? ¿Quién no quiere la libertad? ¿Será un progre vanguardista el señor Buttiglione? Así funcionan siempre los mitos totalitarios. ¿Cambian tanto las costumbres o es un espejismo?

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