_
_
_
_
Tribuna:DESPUÉS DE LAS ELECCIONES EN EE UU
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Fortalecer el modelo europeo

El resultado de las elecciones en los EE UU prolongará durante al menos otros cuatro años una línea política de la gran potencia hegemónica, indeseada por la mayoría de la humanidad e inquietante para Europa y España. Nos podemos consolar pensando que algo menos del 50% de los votantes norteamericanos no comulgan con la doctrina Bush de las guerras preventivas, el recorte de libertades, el "ecodesprecio" o el modelo social ultraliberal. Sin duda, los votos obtenidos por los demócratas son un dato esperanzador, pero las realidades políticas no se afrontan con criterios consoladores. La nueva-vieja Administración de Bush controla el Ejecutivo, las dos cámaras del Legislativo y el Tribunal Supremo y no aparece por ninguna parte elemento alguno que haga pensar que va a cambiar el rumbo de su política. El nombramiento de Condoleezza Rice, la laminación de Faluya o las amenazas a Irán indicarían más bien lo contrario. Ante este panorama se pueden adoptar distintas posiciones. Desde esconder la cabeza debajo del ala y entender que lo sucedido no es para tanto, dado que los segundos mandatos de los presidentes de EE UU suelen ser más benévolos, hasta considerar, en un supuesto alarde de realismo, que lo sensato es restablecer cuanto antes la "relación transatlántica" resquebrajada por la guerra de Irak, ya que, en el fondo, a pesar de las diferencias coyunturales, compartimos los mismos valores y defendemos el mismo modelo.

Ahora bien, ¿realmente compartimos los mismos valores y defendemos el mismo modelo? Sobre este importante asunto se han esparcido muchos tópicos y se han construido muchas frases hechas que no resisten el roce con la realidad. Sin duda, compartimos los valores políticos propios de la democracia representativa y ello es muy positivo; somos, además, sociedades que estimulan la libre iniciativa privada con fuertes lazos económicos entre nosotros y nos enfrentamos al terrorismo y otras amenazas, aunque con métodos no siempre semejantes. Pero no es menos cierto que tenemos concepciones y valores diferentes en no pocas cuestiones relevantes. Poco tiene que ver, por ejemplo, la doctrina de la guerra preventiva de Bush, aplicada en Irak, con lo que establece la futura Constitución europea cuando señala que el objetivo de la Unión es: "contribuir a la paz, la seguridad... (mediante) la estricta observancia del Derecho Internacional y en particular el respeto a los principios de la Carta de las Naciones Unidas"; o cuando afirma que la "Unión fomentará soluciones multilaterales y tratará de evitar los conflictos... y promoverá un sistema internacional basado en una cooperación multilateral sólida...". ¿No se sitúa Europa más bien en la corriente de la tradición de la Ilustración que busca esa paz perpetua de la que hablaba Kant, después de la experiencia traumática de las sucesivas guerras civiles europeas, frente a la guerra permanente que nos proponen los neocons, los teocons o como queramos llamarles? ¿Acaso son aceptables en Europa las posiciones de la actual Administración estadounidense sobre temas como la pena de muerte, la homosexualidad, el aborto, la clonación terapéutica o la permanente invocación política de Dios como protector de EE UU? No creemos que se trate de una casualidad que las ideas expresadas por el ministro italiano Buttiglione no sean aceptables para la mayoría del Parlamento Europeo y, por el contrario, esas mismas ideas hayan triunfado en EE UU. En Europa sería estrambótico que un consejo de ministros comenzase con rezos e invocaciones al Altísimo o que millones de ciudadanos plantasen la bandera nacional en los jardines o en los balcones de sus casas. La UE de hoy está impregnada de las tradiciones de la Ilustración, de los principios de la Revolución Francesa con su famosa trilogía de libertad, igualdad y fraternidad (hoy solidaridad), que se plasma en el art. 1º de la Constitución europea al referirse a los valores de la Unión. Somos sociedades eminentemente laicas en el amplio sentido de la palabra, que respetamos las religiones, pero que, al mismo tiempo, no se cobija en nuestras raíces el puritanismo de los padres fundadores de la gran nación americana.

Es indudable, por otra parte, que nuestro modelo económico es el capitalismo o economía de mercado, pero hay diferencias notables entre los vigentes sistemas en EE UU y en la UE. Nosotros hemos ido creando un modelo basado en la cohesión social, el llamado Estado de bienestar, que no tiene equivalente en Norteamérica. La sanidad, la educación o las pensiones públicas y universales no existen en EE UU y, sin embargo, son una seña de identidad de Europa, que, por muchas críticas que reciba acerca de su supuesta situación insostenible, ni tan siquiera la derecha se atreve a desmontar.

No es, pues, el momento de alinearse tras el hegemon en base a una mal entendida relación transatlántica. Nos tenemos que acostumbrar a que los EE UU y la UE tienen valores e intereses comunes y otros que son diferentes e incluso contrapuestos. Tenemos que asumir como algo normal la discrepancia, pues los socios o aliados no siempre coinciden en todo. Parece de sentido común sostener que para hincar el diente a los grandes problemas de la humanidad como la miseria, las enfermedades, la destrucción del medio o el terrorismo es deseable e incluso imprescindible la colaboración EE UU-UE y hay que trabajar en esa dirección. Ahora bien, esta entente no es una cuestión de espíritus voluntariosos o de plegarse a los deseos de una de las partes. Por el contrario, si la UE pretende jugar un papel político en el escenario mundial tiene que hacerlo desde su autonomía, con sus valores, sus intereses y sus capacidades. No se trata de ser "alternativa" de EE UU, de China o de Rusia, sino sencillamente de ser "alter", es decir, ser otro, y para eso hay que tener "capacidades" y no sólo buenos deseos. La Unión, lo repetimos todos, es ya una gran potencia comercial, económica, demográfica y cultural, pero no lo es ni política ni militarmente. Y deberíamos asumir de una vez que si pretendemos ser un sujeto político global autónomo tenemos que construir una política exterior, de seguridad y defensa propia. No es suficiente con ser una potencia civil, es necesario alcanzar unas capacidades militares idóneas para poder gestionar crisis desde la independencia. En este sentido, una partede la izquierda tiene que resolver una cierta contradicción que consiste en no querer depender de EE UU en materia de defensa y, al mismo tiempo, no sacar las consecuencias, en términos de gasto militar, de ese deseo. Es legítimo que los europeos pretendamos participar, en pie de igualdad, con otras naciones o conjuntos de naciones en la definición de las grandes líneas de actuación que tiene que adoptar la comunidad internacional para ir afrontando los grandes retos que tiene planteados la humanidad. Pero para ello tenemos que ganar en unidad de criterio y tener hechos los deberes, incluidos los deberes militares.

En las próximas semanas tenemos una gran oportunidad de dar un paso hacia adelante en la buena dirección si acudimos a votar y decimos a la Constitución europea que se somete a nuestro refrendo. Como todo producto de un consenso entre socios tan variados y componentes ideológicos tan plurales, el resultado no podía ser el que a cada uno nos hubiese gustado. Pero lo que sí se puede afirmar es que, no sólo no supone ningún paso atrás en comparación a lo existente, sino que contiene avances sustanciales en la Carta de Derechos Fundamentales, en que reafirma el modelo social europeo, en la definición de los valores de la Unión y los principios de la política exterior, en los poderes del Parlamento Europeo, en la posibilidad de que algunos países puedan avanzar más rápido a través de las cooperaciones reforzadas o estructuradas y en que un millón de ciudadanos de la Unión puedan ejercer la iniciativa legislativa popular. En fin, como escribió Jurgen Habermas, "una Constitución europea intensificará la capacidad de los Estados miembros de la Unión de actuar conjuntamente sin prejuzgar el curso y contenido concreto de las medidas que podrían adoptarse". Y esas "medidas", como siempre en democracia, quedan, en buena parte, en manos de la voluntad de los ciudadanos. No pretendamos endosar a un texto lo que sólo puede ser establecido por nuestra acción.

Nicolás Sartorius es vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas y Diego López Garrido es secretario general del Grupo Parlamentario del PSOE.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_