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Paisaje de ruinas

Tanto las naciones como los seres humanos, cuando viven épocas de felicidad, se suponen a salvo de la desdicha, hasta que un día inesperado la fortuna se les da vuelta.

Yo era un joven sin desventuras económicas en julio o agosto de 1968, cuando viajé a Bogotá, Colombia, para escribir sobre una de las peregrinaciones de Pablo VI, y la escena que vi en la Carrera Séptima, una noche, me cambió la vida.

Hacia la una de la madrugada, regresaba a mi hotel para escribir las impresiones del viaje. Un frío doloroso (en el invierno del hemisférico sureño) envolvía la altísima sabana donde se asienta la capital. Apuré el paso, porque sentí que se me estaban desgarrando los huesos.

De pronto, en el zaguán de un almacén, descubrí a unos 10 gamines -los chicos de la calle, que entonces eran legión en la capital- durmiendo unos sobre otros, entre papeles de diarios y bolsas de desechos. Con los cuerpos creaban, a la vez, un oscuro círculo dentro del cual yacía una niñita escuálida que lloraba sin consuelo.

Desperté a uno de los chicos para preguntar si podía ayudarlos en algo. "La pelada está mal, mal", me dijo. "Tiene una fiebre berraca". Le prometí que iría a buscar una ambulancia y me alejé unos pasos. "No vayas", me detuvo el gamín. "Mañana se le va a pasar. Ya una vez vino la ambulancia y nos encerraron a todos". Me sentí como Nazarín, el personaje de la novela del escritor español Benito Pérez Galdós y de la película de Luis Buñuel, que deja una estela de males cuando cree estar haciendo el bien, pero la chiquita lloraba con tanta desesperación, que si se moría abandonada en aquella noche de Bogotá supe que nunca me lo podría perdonar.

A la media hora regresé al lugar con dos enfermeros y una ambulancia de emergencia, dispuesto a socorrer a la enferma y a dejar a los gamines en su paz. El zaguán del almacén estaba vacío. Dimos unas pocas vueltas silenciosas por los alrededores sin resultado alguno. Jamás volví a verlos, pero la imagen de los chicos ya no se apartó de mí.

América Latina se ha vuelto desde entonces mucho más pobre de lo que era. La miseria, que es una carencia, se ha convertido en un exceso. De acuerdo con las últimas estadísticas argentinas, una sexta parte de la población sobrevive con 17 dólares al mes, y otra sexta parte, con poco más de 30 dólares, lo que no alcanza para cubrir los alimentos básicos de una familia, que cuestan cuatro veces más.

Por donde quiera se camine en Buenos Aires hay niños abandonados y sin destino, que viven de lo que pueden, duermen donde los alcanza la noche, no saben leer ni escribir y están expuestos a las perversiones más atroces.

Una madrugada, el taxi en el que viajaba se detuvo en una esquina cerca de Constitución, a dos cuadras de la casa donde el escritor argentino Jorge Luis Borges vio el aleph que resumía todo el universo.

Alguien me llamó la atención golpeando los vidrios del auto. Vi una cara adolescente de suprema inocencia, con la expresión gastada por el desamparo y la falta de sueño. ¿Inocencia?, me dijo el conductor. En esa situación de abandono, comentó, la inocencia se ha perdido hace ya mucho tiempo.

En su reciente discurso inaugural del III Congreso de la Lengua Espanola, que se celebró en la ciudad de Rosario, el presidente argentino, Néstor Kirchner, aludió de paso a esos estigmas. "Nuestro Gobierno tiene entre sus metas centrales", dijo, "la inclusión, la igualdad y la justicia social". Sin embargo, las metas se parecen cada vez más a un espejismo, que se aleja más cuanto más se avanza.

Lo que ha tardado dos o tres décadas en destruirse, ¿cuánto puede tardar en ser reconstruido? Algunos países afortunados, como España y Alemania, surgieron rápido de sus ruinas. Quizá no lo hubieran logrado sin la disciplina que les impuso la unidad europea y sin la vigilancia de jueces ejemplares, que sirvieron de diques a la corrupción y no de cómplices.

Pero en la Argentina las instituciones quedaron tan dañadas que no se sabe cuánto habrá que esperar para que la educación y la salud regresen al cauce en el que estaban hace medio siglo. Mientras el mundo avanza hacia el futuro a paso rápido, lo mejor que podría pasarle a muchos países de América Latina -la Argentina entre ellos- es recuperar parte de lo mucho que perdieron en el pasado.

Volver a Buenos Aires es, por eso, una aventura dolorosa. Mi casa está en el linde entre Barracas y San Telmo, en una zona que fue apacible en otros tiempos. Algunos de los mejores relatos de Borges y del escritor argentino Julio Cortázar están situados en calles por las que camino todos los días.

Pocas noches antes de que empezara el Congreso de Rosario, en la esquina de Caseros y Piedras, vi una escena semejante a la de Bogotá en 1968. Un grupo de chicos abandonados, siete u ocho, abrazaban a una más pequeña, que lloraba de dolor. Me acerqué, como entonces, a ofrecer ayuda. "Se pasó de rosca", me dijo uno de los chicos, lo que significa que había aspirado un pegamento hecho de resinas sintéticas, que se vende en los quioscos a poco menos de un dólar y que produce efectos alucinógenos. "No puede respirar", repitió. "Se le quemó la cabeza".

Como hace 36 años, quise ir en busca de una ambulancia, pero ya alguien la había llamado. Al día siguiente, todos los chicos estaban en el mismo sitio y la enferma de la noche anterior, recuperada, iba de un lado a otro, como si nada le hubiera pasado.

La desdicha, que parecía tan ajena, ha alcanzado a la Argentina con una furia no imaginada, y nadie sabe todavía cómo salir del paisaje de ruinas que está dejando.

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