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Columna
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Tambores aún cercanos

Voy a abrir esta columna con un argumento de proximidad; con una historia común y corriente, en la que además estoy involucrada. Vivo tan en el vecindario de una escuela que su patio de recreo es casi el de mi casa. En ese centro, como en muchos de nuestro país, el alumnado participa durante el curso en desfiles y tamborradas populares, así como en festejos de cosecha propia. No tengo que insistir en que esas celebraciones implican música y frecuentes ensayos, porque es lo natural. Lo singular lo constituyen, en este caso, el volumen del acompañamiento musical (a toda pastilla) y el hecho de que los ensayos se suelen producir al aire libre, en cualquier día y hora. Por ejemplo, el domingo pasado prepararon desde temprano (9.35) el ensayo de la tamborrada de San Sebastián: marchas de Sarriegi a tope y tronar de tambores. Ese desayuno dominical duró varias horas, contundente e indiferente a las circunstancias de unos vecinos que podían estar con gripe o tal vez con resaca; o enfrascados en un trabajo de los que requieren concentración, o en prácticas a las que favorece la quietud y la intimidad; o simplemente, deseosos de aprovechar el domingo para dormir más de la cuenta. No hubo manera.

Me he quejado alguna vez, levemente (por aquello de que son niños y son fiestas); y he sugerido también a través de algún padre responsable y organizador una especie de indemnización pedagógica: hacer que los chavales implicados pasaran por las casas para anunciar, pedir permiso o disculpas por las molestias, podría ser una manera de compensar al sufrido vecindario. Por lo menos, a mí me consolaría pensar que esos niños, además de a tocar el tambor o la sartén, están aprendiendo 1) que existen vecinos; 2) que el espacio acústico es compartido; 3) que se puede ensayar a muchos menos decibelios; 4) que lo que para unos es fiesta, excitación, divertimento, para otros puede ser un incordio mayúsculo. No ha sucedido aún, pero no pierdo la esperanza de que esta sugerencia, que desde aquí reitero, sea atendida.

Es uno de los cuentos más significativos de Carver, pero se titula Parece una tontería. Igual que lo que acabo de contar que parece una historia mínima - como en el título de otra obra engañosamente leve-, una ridiculez comparada con las grandes escenas de la actualidad; y sin embargo encierra, a mi juicio, un sentido provechosamente traducible a nuestra realidad cotidiana. Una buena definición de convivencia democrática o de ausencia de violencia puede ser la festiva: que las fiestas sean posibles para todos; que lo que para unos es celebración no sea pesadumbre para otros; que lo que para unos es ocasión de afirmación y de alegría no sea contexto de dolor o inhibición para los demás. En Euskadi una larga tradición identifica fiestas con "tener la fiesta en paz", y esto último, con la concesión del monopolio decorativo y expresivo a unos pocos. Nos hemos acostumbrado a aceptar como normal que los escenarios festivos de todos estén presididos por los mapas, las reivindicaciones o lemas (o peor) sólo de algunos. (Para ilustración perfecta, el atrezzo de la Plaza de la Constitución donostiarra este pasado 20 de enero).

Otra tradición tiende a identificar realidad con situación política, y ésta con el estado de las relaciones entre los dirigentes. Pero la realidad está en la calle, y en Euskadi a la calle le falta mucha ocupación libre, mucho graffiti plural, muchos paseos despreocupados, muchas cebras donde cruzar sin miedo, para alcanzar la convivencia democrática; y le faltarían para la "ausencia de violencia" aunque ETA lo dejara (ojalá) ahora mismo. Para tener auténticamente la fiesta en paz se necesita recomponer el respeto por el otro, por el vecino amenazado, acallado, atemorizado, inhibido; quitarle el estruendo de encima, para que pueda oír y hacer oír con toda tranquilidad su propia música. Importante tarea pedagógica de muchos. Pero que la izquierda abertzale debería poner en movimiento ya, para hacer creíble que (algo) se mueve.

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