Mariscales de campo
Europa se ha puesto el uniforme de gala y nos ha ofrecido el primer mano a mano de la Liga de Campeones. Los entrenadores, afónicos todavía, retocan sus dibujos apresuradamente: después de revisar el parte de bajas y amonestaciones, con las huellas dactilares carcomidas por la tinta de rotulador, llenan sus libretas de notas, cifras y cuadros sinópticos. Con la esperanza de encontrar alguna explicación, combinan una y otra vez círculos, cruces y flechas; todos los vectores que, descontados los árbitros, la humedad, la temperatura, el estado del césped, el fervor de la hinchada y el maldito azar imponderable, deciden el destino del torneo.
Bajo las marquesinas del estadio Olímpico de Múnich, el melancólico Wenger adelanta su pico de cigüeña, acusa los tres goles del Bayern y se pregunta si su brillante promoción de futbolistas del sur, gente chapada en oro con la selección francesa, no está dejándose atrás la tierra prometida. En el banquillo local, el áspero Félix Magath, con sus crines turcas y su morrillo de bisonte, le ha dado un baño sin salirse del viejo repertorio alemán: Ballack enreda entre líneas y busca un ángulo de tiro, Ze Roberto se deja caer desde la izquierda, Lizarazu se descuelga por la banda como de costumbre y Roy Makaay mete su nariz de hurón en las madrigueras del área. Total, pim, pam, pum.
En Madrid, Luxemburgo se encomienda a Ronaldo como un chamán en apuros se encomendaría a una figura de la santería y se pregunta cómo puede exprimir al máximo un gol de ventaja, ese gol pequeño y solitario, pero valioso como un doblón. Enfrente, Capello cumple con su doble tradición de comensal y entrenador: vuelve a preguntarse, por ese orden, cómo es posible que las nalgas de un cochino de pata negra puedan convertirse en jamón ibérico y cómo puede evitar en Turín el temible gol del forastero.
En Liverpool, Benítez desafía al Leverkusen con sus dos goles de ventaja, medita sobre el inquietante potencial del Milan de Ancelotti, mira de reojo a Sir Alex Ferguson y sueña con resucitar la armada roja de Sir Kevin Keegan.
Y en Barcelona, por fin, Frank Rijkaard, buen entrenador y hombre bueno, asedia al Chelsea hasta la extenuación y trata de justificar el ceño de Mourinho. ¿Qué mosca le ha picado a este hombre? ¿Está deslumbrado por el brillo de sus galones? ¿Se habrá fumado la chequera de Abramovich?
Desconocemos la respuesta, pero sabemos que la esperanza de vida profesional del entrenador medio no sobrepasa los quince días. Por tanto, licenciado Mourinho, será mejor que se guarde las ínfulas en el congelador hasta el minuto final del partido de vuelta.
Luego, si no queda satisfecho, vístase de pavo y póngase a cantar.
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