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Nuestra seguridad

Ana Palacio

Hoy, organizada por el Club de Madrid y bajo el alto patronazgo de S. M. el Rey, se inaugura en Madrid, coincidiendo con el primer aniversario de la matanza terrorista, el viernes 11, la Cumbre Internacional sobre Democracia, Terrorismo y Seguridad. Durante tres días, expertos mundiales intercambiarán ideas con responsables políticos venidos de más de veinticinco naciones, además de las más importantes organizaciones internacionales. Se trata de abordar juntos el mayor reto que se nos presenta en este siglo XXI: cómo combatir el terrorismo desde la democracia, con nuestra seguridad como objetivo.

Nuestra seguridad: ¿con qué asociamos el concepto de seguridad? Empecemos haciendo memoria. Durante buena parte del siglo XX -durante toda la era de la guerra fría- la seguridad de Occidente la compendiaba una imagen. Lo que nos venía al espíritu a los ciudadanos del mundo occidental, del mundo libre, al pensar en nuestra seguridad era el mapa del Viejo Continente, de Europa, recorrido de norte a sur por una línea de puntos en torno a la que se ordenaban de un lado los iconos representativos de las fuerzas del Pacto de Varsovia -aviones, carros de combate, fusiles, barcos y submarinos rojos-, mientras del otro lado de la línea, en azul, aparecían los correspondientes a la OTAN percibidos -gracias esencialmente al compromiso de Estados Unidos- como reflejo de la superioridad de nuestro campo frente al comunismo. Hoy, dramáticamente, la imagen que asociamos a la amenaza de nuestra seguridad es la de las Torres Gemelas hundiéndose en la mañana neoyorquina, los trenes reventados de Atocha, el último panorama de hierros retorcidos y cuerpos despedazados en cualquier lugar del planeta: Estambul, Jerusalén, Beslán, Bali, Bagdad.

¿Qué nos dicen estas dos imágenes? En la primera, la seguridad, idea indisolublemente unida a la defensa, reposaba sobre conceptos claros y certezas asumidas. Se orientaba a combatir un enemigo (1) exterior, (2) simétrico a nosotros, (3) perfectamente identificado y conocido, que, (4) sin perjuicio de la amenaza de destrucción mutua asegurada, respetaba algunas reglas básicas. Por último, y (5) quizás lo más importante, esta imagen transmitía unión, sintonía de la comunidad euroatlántica. Estábamos juntos en la guerra contra el comunismo, enemigo común y comúnmente percibido como amenaza existencial. En la segunda representación, las fijaciones intelectuales, los anclajes conceptuales que nos brindaba una sensación de superioridad y relativo control han desparecido y al contemplarla nos embarga una sensación de desorientación, vulnerabilidad y disensión en nuestra otrora sólida alianza atlántica.

Hoy carece de sentido la contraposición entre seguridad interna y externa, el papel de frontera como barrera y objeto de concentración de la defensa. Y el corolario de este espacio Möebius de seguridad y defensa es la transformación de la especificidad de tareas y organización del ejército, la centralidad de la información -junto con la necesidad de reformular los fundamentos de la inteligencia- y la necesidad de cooperación. La OTAN -frente a las declaraciones de quienes pretenden anclarla al pasado- es un buen ejemplo de entidad militar que ha comprendido los retos de la nueva realidad desde la incorporación del nuevo concepto militar de defensa contra el terrorismo y la creación de la Fuerza de Respuesta, las estructuras de réplica a ataques biológicos, radiológicos y nucleares, la superación del concepto "fuera de área", así como la evolución desde las funciones y las estructuras tradicionales militares para abordar una combinación de funciones y estructuras de policía, de administración provisional o de departamento de protección civil.

Por otra parte, la amenaza comunista era, sin lugar a dudas, terrible, pero conocíamos perfectamente a nuestro enemigo. Sabíamos lo que pensaba, cómo actuaba, qué le movía. Hoy hemos perdido estas referencias. No conocemos los perfiles del terrorismo. Ni su ideología, ni su identidad, ni las motivaciones o "causas" que esgrime para justificar sus criminales atentados, ni la psicología de quienes adhieren a esta tentacular amenaza.

Tentacular amenaza. En efecto, hemos perdido la simetría de los bandos contendientes, la relativa tranquilidad que generaba la idea de que nuestras fuerzas, las de la OTAN, eran espejo -aunque más eficaces- de las oponentes soviéticas. Los terroristas que nos amenazan no tienen patria en el sentido de nación, no cabe rastrear sus lealtades a ninguna organización estatal, sin perjuicio del apoyo logístico o político de determinados regímenes, además de las simbiosis con Estados delincuentes o fallidos. Hoy somos incapaces de identificar ni geográfica ni institucionalmente a nuestro enemigo. Y sólo conocemos el tipo de organización descentralizada, perfectamente adaptada al nuevo mundo en red, con grupos aparentemente desconectados, automotivados y autofinanciados, sin perjuicio de que intuimos la existencia de una profunda coherencia y coordinación en su estrategia. Y frente a ellos nosotros -nuestros policías, nuestros agentes de aduanas, nuestros jueces, incluso nuestros ejércitos- nos vemos lastrados por un sistema organizativo que sigue anclado en un universo analógico. Hoy, cualquier responsable de las agencias de inteligencia y represión occidentales constata desazonado que las redes terroristas son capaces de mover personas, dinero y armas globalmente con mucha mayor facilidad que él puede cambiar recursos de partida presupuestaria.

En cuarto lugar, durante la guerra fría, la incertidumbre que proyectaba la terrible sombra de la destrucción nuclear se inscribía, sin embargo, en un contexto de reglas básicas aceptadas. Reglas inherentes a la estructura estatal de los contendientes. Hoy, si algo caracteriza al terrorismo es que la única regla que lo gobierna es la de no respetar ninguna regla.

Por último, nuestras dos imágenes contrastan en el terreno de las percepciones. En efecto, por paradójico que resulte, la ciudadanía a ambos lados del Atlántico percibe que el partenariado estratégico entre América y Europa está roto, tal vez perdido para siempre. Y este estado de opinión entra en resonancia con quienes desde esta orilla propugnan construir una Europa que defina su identidad como contrapoder o contrapeso de la hiperpotencia americana, y quienes desde la ribera Oeste entienden que ya es hora de que los Estados Unidos se sacudan el eurocentrismo que ha marcado su política exterior durante buena parte del siglo XX y asuma de una vez por todas y sin complejos que su estrategia de seguridad nacional está cimentada sobre la hegemonía activa (militar en particular). Unos y otros esgrimen el enfrentamiento de dos percepciones diferentes de las nuevas amenazas y la forma de combatirlas, ancladas en cierta manera en tiempos históricos distintos, que naturalmente llevan a dos visiones de las relaciones internacionales. El aconteci

-miento definitorio de nuestra realidad europea sigue siendo el derribo del Muro de Berlín, el colapso subsiguiente de la Unión Soviética y el comunismo europeo que nos ha devuelto nuestra dimensión continental. Esta perspectiva alimenta para algunos la exclusividad de la negociación y la diplomacia como instrumentos de la política internacional del Estado de Derecho, y propugna la doctrina del "realismo", del equilibrio de poderes. Mientras, los Estados Unidos viven en la era del 11 de septiembre, sintiéndose por primera vez en su historia vulnerables en su propia casa, enfrentados a una amenaza existencial global, caracterizada por su objetivo de destrucción total de las señas de identidad de su sociedad, de Occidente. Los americanos están en guerra contra el terrorismo, mientras los europeos abordan mayoritariamente la cuestión desde la perspectiva de una lacra que hay que combatir. Para ellos el terrorismo es ante todo un asunto de seguridad, en tanto para muchos de entre nosotros prima el aspecto humanitario, como pone de manifiesto la nueva Constitución europea, que consagra en su artículo I.43 la cláusula de solidaridad en caso de atentado o amenaza terrorista en estricto pie de igualdad con la solidaridad en caso de catástrofe natural o creada por la mano del hombre. La distinta concepción surge, asimismo, a la hora de abordar la responsabilidad de defender y promover valores de libertad y democracia que constituyen los cimientos de cualquier estrategia contra el terrorismo, como ha puesto de relieve el debate en torno a la iniciativa americana sobre Oriente Medio y el norte de África y el diferente concepto de "diplomacia humanitaria", que opone, en última instancia, un análisis en el que el mundo se presenta sin asperezas hasta el día en que irrumpe la crisis o la catástrofe, a la visión de una realidad internacional moldeable y cuya transformación se considera un deber.

A partir de estas constataciones, destaca la importancia de construir una cooperación trasatlántica coherente y de largo alcance. Porque, si bien el terrorismo tiene dimensión mundial, y por afectarnos a todos todos debemos estar implicados en combatirlo, nadie puede desconocer la centralidad de la comunidad euroatlántica. La pregunta es, pues, cómo desarrollar nuestra cooperación en aras de un mundo más seguro. Y, para ser eficaces, necesitamos conducir nuestra estrategia común en distintos niveles: doméstico, bilateral -entre la Unión y sus Estados miembros, y los Estados Unidos-, multilateral e internacional, prioritariamente en tres áreas que, sin duda, vertebrarán el debate de la cumbre: desarrollando iniciativas prácticas, esforzándonos en el planeamiento conjunto de las respuestas, y ganando juntos la batalla de las percepciones.

Ana Palacio es cogobernadora de la Cumbre Internacional sobre Democracia, Terrorismo y Seguridad.

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