Dignidad relativa
A comienzos del siglo XVI, el dominico Francisco de Vitoria, catedrático de prima de la Universidad de Salamanca, a la cabeza de un grupo de teólogos de aquella Universidad, dictaminó en favor de la condición humana de los indígenas americanos. Aquellos seres bárbaros abandonaban así la condición de bestias infrahumanas, pasaban a tener alma y se transformaban de salvajes en paganos y, por tanto, susceptibles de incorporarse al acerbo común de la cristiandad. La expansión colonial europea, y particularmente la colonización americana, zarandeó algunos esquemas del hombre europeo, le obligó a reconocer e incorporar la alteridad y provocó verdaderas filigranas teológicas para mantener intacta la teología natural, la antropología cristiana y definir así los límites y atributos de la condición humana. La dignidad humana recibía sanción teológica.
Cuando todo hacía pensar que el proyecto intelectual y político de la Ilustración había sido capaz de sustituir la posesión de un alma eterna por otros atributos universales de la condición humana, la realidad desmiente ahora lo que parecía indiscutible. Durante décadas, las democracias occidentales -más o menos laicas- han considerado la dignidad humana y los derechos cívicos como algo consustancial a la condición humana y, por ende, absoluto y universal. Pero ahora sucede que el (des)orden internacional instaurado desde el final de la guerra fría, avivado por la globalización de los mercados y las crisis provocadas por la multiculturalidad han provocado, entre otros efectos negativos, una jerarquización de los derechos humanos y una peligrosa diversificación económica, social y cultural de la dignidad. Se trata de una forma perversa de relativismo en la concepción de los valores humanos, que encierra componentes racistas y que deriva de estrategias de dominio cuyo apriorismo fundamental suele ser -con argumentos de índole diversa- la supremacía de Occidente (avalada por el mito manipulado de la democracia) y la superioridad de la sociedad científico-tecnológica sustentada por el mercado global.
Pocos pueden cuestionar como uno de los derechos cívicos inalienables de la condición humana el derecho a la salud. Pues bien, la esperanza de vida en un país centroafricano no supera los 35-40 años, mientras en la Unión Europea la esperanza de vida media oscila entre los 75-80 años. Más de cuarenta millones de africanos morirán de SIDA en las próximas décadas sin posibilidad de acceso a un tratamiento médico curativo o paliativo. Y así puede recitarse ad infinitum un inventario de desigualdades espectaculares. Pobreza y enfermedad, malnutrición e infección, son binomios que socavan la dignidad humana de millones de niños y seres adultos en un mundo globalizado, cuya tendencia fundamental se proyecta hacia el incremento de las desigualdades. Poco parece influir esta situación sobre la opinión pública internacional, sobre las estrategias económicas de los grandes agentes de la economía mundial y sobre las políticas internacionales. Sólo cuando las grandes tragedias afectan a ciudadanos occidentales, como sucedió en el caso del tsunami que afectó al sudeste asiático, se produce una verdadera conmoción internacional. Las tragedias cotidianas de Etiopía, Somalia, Sáhara, Uganda y tantos lugares del planeta no existen. Quizá la dignidad humana de sus ciudadanos no alcanza el umbral exigido por el PIB.
En el ámbito económico, algo equivalente a las desigualdades en salud sucede con los derechos laborales, el trabajo infantil, los salarios de las mujeres o el cumplimiento de las normativas internacionales sobre salud laboral. Las condiciones laborales de los emigrantes, especialmente hasta que consiguen su regularización en los países occidentales, son sustancialmente diferentes y en muchos casos vulneran las normas que regulan los derechos reconocidos al conjunto de los ciudadanos. Es otro caso muy próximo de dignidad relativa.
La dualidad entre seguridad y derechos civiles, como aspectos antagónicos que algunos líderes occidentales han lanzado a la esfera pública, utiliza la coartada del terrorismo y la delincuencia para incrementar los mecanismos y las técnicas de dominio sobre la intimidad de los ciudadanos y el recorte de sus derechos civiles. Incluso hasta extremos que a menudo vulneran la más laxa concepción de los derechos humanos, como sucedió en la prisión iraquí de Abu Graib o sucede actualmente y desde hace años en Guantánamo. Es el uso perverso de la seguridad frente al terror, que genera formas de autoritarismo quasi fascista en nombre de una democracia convertida en raquítica defensa del orden.
Ha trascendido estos días a la opinión pública que el gobierno norteamericano autorizó el secuestro de islamistas y ordenó su traslado a países donde no está penalizada la tortura como Egipto, Jordania o Pakistán. Nicola Calipari acaba de morir para salvar a Giuliana Sgrena de perecer al fuego de los militares norteamericanos en Irak. La Tavola della Pace denuncia en Italia que los militares norteamericanos se han atrevido a hacer lo que los terroristas amenazaron, pero no hicieron. La periodista francesa Florance Aubenas y Hussein Anoun Al-Saadi siguen aún hoy secuestrados.
En el contexto multicultural y globalizado del siglo XXI, verdugos y guardianes, en nombre de dios, de la democracia y del mercado, efectúan cada día un ejercicio inmoral de hostigamiento a la dignidad humana con todo tipo de justificaciones y coartadas. Los derechos humanos son hoy menos universales que ayer, porque se ha difundido un cínico relativismo moral que consiste en mirar hacia otra parte y aceptar los argumentos del poderoso. Mal futuro nos espera si no nos aplicamos con convicción a la ardua tarea de reinventar un nuevo orden internacional, multilateral y respetuoso con la dignidad humana.
Josep L. Barona es catedrático de Historia de la Ciencia de la Universitat de València.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.