Pactos con el diablo
En El intermediario (The broker), la última novela de John Grisham, un presidente saliente indulta, instado por la CIA, a un abogado felón el día antes de dejar el poder: la Agencia Central de Inteligencia pretende usarlo como carnada para averiguar qué otro servicio secreto le saltará a la yugular. Los espías tienen sus razones, siempre ocultas, y la novela resulta, como todos los productos de la factoría Grisham, entretenida y rectilínea, de sólida eficacia industrial. Algunos personajes están trazados de forma absolutamente predecible, pero otros hasta rozan la humanidad, algo que Grisham sólo se permite muy de vez en cuando. Un ejemplo de los primeros es el anciano director de la CIA, trasunto de cualquier buen Gran Inquisidor de libro; de entre los segundos, destaca el hijo del protagonista, también abogado, pero de pueblo y no de a 5.000 dólares la primera entrevista. La historia se empantana al poco de su inicio, pues el autor, que debió de pasar unas vacaciones en Bolonia, se ha empeñado en intercalar en su nuevo libro una guía turística de aquella ciudad, diccionario de inglés-italiano incluido. Suerte que luego retoma el hilo y el lector las ganas de devorar capítulos.
'El intermediario', la última novela de la factoría Grisham resulta entretenida y rectilínea, de sólida eficacia industrial
Pero si nos ponemos a buscar, encontraremos en la realidad, historias tan bien trabadas como las de la mejor ficción. Así, en Tenet contra Doe, un caso recientemente resuelto por el Tribunal Supremo federal estadounidense, los lectores aficionados a las novelas de espionaje se darán de bruces con una alternativa razonable de distracción, cuya característica más apasionante es que, leídos el caso y la sentencia que lo resuelve, comprobarán que jamás alcanzarán a saber si la historia ocurrió tal como los jueces nos la cuentan o es puro invento.
Durante la guerra fría, una pareja de diplomáticos de un país del Este contó a la CIA que querían desertar del paraíso del socialismo real y entonces la Agencia les ofreció un trato: si se quedaban en su país algunos años más espiando a sus propios compatriotas a sueldo del Tío Sam, éste, una vez realizada la arriesgada faena, les proporcionaría una nueva identidad, así como seguridad personal y económica en Estados Unidos. Al principio, las cosas sucedieron conforme al plan, marido y mujer espiaron a modo, luego salieron de su país y desaparecieron para renacer al instante con pasaportes norteamericanos, nombres nuevos y un buen trabajo para él en un Estado de la costa oeste. Sin embargo, en 1997, el marido fue despedido, pidió ayuda económica a la CIA, la Agencia se la denegó y los tránsfugas la demandaron ante un tribunal federal por haber roto el pacto. El final del caso estaba cantado, pues, aunque los demandantes prevalecieron ante los tribunales inferiores, el Supremo les revolcó sin consideraciones: la esencia misma del espionaje, sentenciaron unánimes los jueces, consiste en que la actividad que constituye su objeto se lleve a cabo dentro del secreto más absoluto. Espiar es acechar con disimulo y, por definición, no cabe simulación si quien aceptó el encargo de vender a su patria a una potencia extranjera reclama luego públicamente a su mandante por haber incumplido el contrato por el que se conjuraron. Los pactos con el diablo se dirimen en el infierno: antes sólo cabe fiarse de la reputación de quien los ofrece.
Obsérvese, en primer lugar, que el Tribunal Supremo norteamericano no negó su competencia para conocer el caso. Antes bien lo avocó para sí, lo estudió, oyó a las partes y resolvió que las instituciones de un Estado que funciona como Dios manda no están puestas para canibalizarse a la española unas a las otras. En España, en cambio, llevamos años dándole vueltas al asunto de si los servicios locales de espionaje pueden hacer su trabajo o no y un ex director general de la agencia española de espionaje, Emilio Alonso Manglano, está de nuevo en el banquillo por un delito de interceptación ilegal de conversaciones telefónicas después de que el Tribunal Constitucional anulara una condena anterior a algunos de sus subordinados y ordenara la repetición del juicio. La diferencia entre España y la democracia constitucional más antigua del mundo no radica en que la agencia norteamericana encarne al diablo con cuernos y cola y la española deba ser constitucionalmente angélica, sino en que los jueces norteamericanos convalidaron un viejo precedente judicial de respeto al secreto de los espías que procedía de su propia guerra civil, hace ya casi siglo y medio: la fiabilidad de un país se mide por la estabilidad secular de sus instituciones. Aquí, casi nunca se tienen en cuenta las razones del Estado, acaso porque éste suele confundirse con el gobierno, el gobierno con el partido y todos los anteriores con la calle. Para quienes propendemos al realismo hay un argumento letal ante idealismos de toda laya, incluyendo a los sinceros y bienintencionados: en España, hable quien hable, tus ángeles son mis demonios. Uno distingue mal entre ángeles por más que unos hayan caído y otros todavía no.
Pero lo más fascinante del caso de esta historia es que nunca sabremos qué fue lo que realmente ocurrió: en el pleito, el Gobierno norteamericano ni aceptó ni rechazó las alegaciones de los demandantes, por lo que el tribunal se limitó a recoger la versión de estos últimos sin prejuzgar su verdad. Si las novelas no les entretienen, dedíquense al derecho.
Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universidad Pompeu Fabra.
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