Referéndum: las contra-verdades del 'no'
El debate sobre la Constitución Europea acaba de comenzar de la peor manera: por la contra-verdad. O, más bien, por las contra-verdades, una avalancha de contra-verdades, desencadenada por quienes llaman a los franceses a votar no. Lejos de mí la idea de condenar este voto con el pretexto de que no será el mío. Los franceses deben tener la elección. Pero si hoy un francés de cada cuatro parece pensar en votar no, que sea al menos con conocimiento de causa. Ahora bien, en el corazón del pacto que se anuda ante nuestros ojos entre la izquierda de la izquierda y la derecha de la derecha, hay permiso para mentir, sin límites. Paso por el gamberrismo verbal que ha sacudido estos días nuestra vida pública, y que ha llegado a comparar la aprobación de la Constitución Europea con la colaboración de Petain. Da una idea de la violencia que se permiten los aduladores del no. En Guèret estuvieron a punto de pasar a la acción. Pero es probablemente en la contra-verdad más que en la injuria donde se puede leer la estrategia de campaña del no. A campaña polifónica, contra-verdades plurales. Me gustaría mencionar tres de ellas.
Primera contra-verdad: votar no es rechazar la directiva sobre la liberalización de los servicios, llamada "Bolkestein", y (De Villiers dixit) "privarla de base jurídica". Asombrosa ambición, dado que: 1) no se trata más que de un proyecto cuyo contenido, por otra parte, acaba de decidir revisar el Consejo de Europa, a petición de Francia; 2) al no estar en vigor la Constitución Europea -es precisamente objeto de un referéndum- no veo cómo podría proporcionar la famosa base jurídica. En resumen, la verdad es que el voto del referéndum no tendrá ningún efecto sobre este proyecto de directiva, basado en el viejo Tratado de Roma de 1957. A menos que se crea que están afectados por problemas espacio-temporales, la mala fe de quienes relacionan estos dos asuntos es perfecta. La directiva sobre la liberalización de los servicios podría entrar en vigor con o sin Constitución Europea. Por otra parte, ésa es la razón de que el Gobierno no espere hasta obtener una revisión en profundidad de este texto, desde ya mismo. Hace su trabajo, confiando en que los parlamentarios europeos, que tendrán algo que decir, harán el suyo. Así, si De Villiers quiere oponerse a algo, tendrá ocasión de hacerlo en el hemiciclo de Estrasburgo, donde su activismo ha sido muy modesto en los mandatos anteriores.
Segunda contra-verdad: decir no a la Constitución es decir no a la entrada de Turquía en la Unión Europea. De todas las contra-verdades del momento, ésta, sin duda, se lleva la palma. Porque no existe, ni de hecho ni de derecho, la menor relación entre los dos asuntos. Y por esta causa: el texto de la Constitución europea sólo afecta a los 25 países miembros de la Unión Europea, y no contiene nada que tenga que ver especialmente con Turquía. Por otra parte, no se han entablado negociaciones para el ingreso de este país en la Unión Europea, y sólo se entablarán bajo unas estrictas condiciones: ¿acaso no se ha aplazado el inicio de las negociaciones relativas a Croacia, a pesar de que se respetaban todas las condiciones impuestas por los europeos? Los que mantienen esta relación artificial entre Constitución europea y Turquía fingen confundir dos calendarios: el de la ratificación constitucional, inmediato y cocreto, y el de la adhesión de Turquía a la Unión Europea, lejano e incierto. En una palabra: se equivocan deliberadamente de referéndum, porque la adhesión de Turquía, si tuviera que concretarse, sería previamente sometida al pueblo francés en otro referéndum. Dos cosas en juego, dos votos. ¿Por qué confundirlos? Está claro: se buscan víctimas, espantapájaros sobre los que concentrar la cólera o la inquietud de la gente. Con la Comisión "de Bruselas", Turquía es una culpable ideal. Este país situado en los confines de Europa es mayoritariamente musulmán, relativamente pobre y vecino de regiones peligrosas: tres razones para asustar a muchos franceses. Y el llamar al miedo siempre les ha dado buen resultado a los demagogos.
Tercera contra-verdad: "Amo a Europa, voto no" . He aquí el colmo del nacionalismo vergonzoso: afirmar que un rechazo francés podría precipitar una reactivación de la construcción europea. Sin embargo, reconozco que hay que tener agallas para recurrir a la crisis salvadora, como antes a la "guerra buena". Porque, evidentemente, el "campo del no" no tiene almacenada ninguna Constitución Europea de repuesto, a falta de acuerdo entre Le Pen y Laguillier; evidentemente, Francia quedaría marginada con un voto negativo, en la peor posición para tomar la iniciativa; evidentemente, cualquier sustituto de la Constitución Europea debería reunir la aprobación unánime de nuestros 24 socios europeos, lo que no se conseguiría sin discusión. En realidad, cualquiera se lo puede imaginar, la Francia del no sería una Francia muda en Europa. Una vez agotado el crédito, se retiraría durante un largo rato del juego político. Por el contrario, desde un punto de vista jurídico y administrativo, el 30 de mayo no cambiaría nada: con la Constitución bloqueada por Francia, los tratados actuales -el de Maastricht, el de Amsterdam, el de Niza, etc.- se seguirían aplicando sin reservas. Las promesas de la gran velada europea sencillamente no valdrían nada.
Estas tres contra-verdades -Bolkestein, Turquía, gran velada- no son más que los elementos principales de una campaña más amplia, extraordinariamente dura, a veces odiosa. Releía, muy recientemente, los discursos pronunciados antes del referéndum sobre el Tratado de Maastricht. ¡Qué lejos estamos de la elocuencia apasionada, respetuosa, de un Philippe Séguin! El debate, aunque difícil, fue entonces sincero: cada uno habló de Francia, de Europa, de su convicción íntima. ¿No es eso lo que deberíamos discutir? Desgraciadamente, lo que hoy está en juego es completamente distinto: salvar la campaña del referéndum de la confusión y la mediocridad. De Gaulle recomendaba no hace mucho "combatir la demagogia con la democracia". En eso estamos. Porque los franceses tienen derecho a un verdadero debate, digno, argumentado, objetivo, que sólo trate sobre lo único que nos jugamos el 29 de mayo: si la Constitución Europea es un buen texto para el futuro.
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