La marca imposible
Al Consell de la Generalitat se le ha ocurrido que el País Valenciano (la Comunidad en la jerga oficial) necesita una marca genérica que caracterice no se sabe bien si la calidad, la singularidad o ambas cualidades de sus productos y servicios. A tal fin encomendará a la universidad la prospección acerca de la imagen que por esos mundos de Dios se tiene de los valencianos. A partir de ese dato se elaboraría el distintivo cuya consolidación se prevé para el año 2019. Como parece lógico, un proyecto de tal alcance necesita un amplio consenso que lo ponga a cubierto de los vaivenes políticos, pues no es imaginable -¿o sí?- que el PP se prolongue tres lustros más al frente del Gobierno autonómico.
La verdad es que a nosotros se nos antoja una idea plausible, incluso insoslayable dado el auge del marquismo y la necesidad de una credencial frente al alud de productos de madre desconocida o no recomendable. La idea, además, tiene un precedente, aunque sectorial, en la propuesta frustrada del ex consejero Andrés García Reche cuando postuló el Mediterráneo como marca amparadora de nuestra oferta turística. Ahora, por lo que se atisba, el proyecto es más ambicioso, pero no menos inviable, como se constata a poco que se piense.
No habrá problema, o eso creemos, para despejar la primera incógnita: la imagen de los valencianos. Al margen de los tópicos -extrovertidos, hábiles, laboriosos, etcétera- no es sorprendente que nos tipifiquen como los individuos que habitan un país donde es más fácil hacerse rico en menos tiempo, como en los 80 describió España el ex ministro Carlos Solchaga. Tan sólo hay que dar un pelotazo urbanístico, siendo cientos, acaso miles, los que se cuecen y cuajan. Lo que ignoramos es cómo podrá cohonestarse esta percepción con la marca que se busca, pues según para quien, este frenesí especulativo es deprimente, cuando no vergonzoso.
Pero, por suerte o desdicha, ahí concluye el proyecto si lo que sus promotores auspician es que la pretendida marca-paraguas incluya, como sería lógico, el nombre de Valencia como credencial de cuanto se hace o produce en el marco autonómico. El cap i casal, aunque maltratado en su dimensión territorial por los sucesivos gobernantes, es todavía el único referente metropolitano posible en el concierto europeo y mundial de las grandes ciudades, lo que significa un valor publicitario y un índice de conocimiento que no se puede sustituir con una operación de mercadotecnia por más años que se prolongue.
Eso es lo que se desprende de la lógica, pero no lo que propicia la madurez social e histórica de la llamada comunidad valenciana de provincias centrifugadas que somos. Mientras subsistan las anacrónicas diputaciones, incluso cierto municipalismo rancio y no pocos chauvinismos localistas nos parece que el gentilicio valenciano tendrá que esperar una más lejana oportunidad. Y eso, a pesar de que el interés y el sentido común sintonicen con la iniciativa que glosamos y que sería plausible poner en órbita a propósito de la Copa del América, ese ensueño que se nos promete y del que habríamos de cortar colectivamente algún dividendo, que bien podría ser esa marca comunitaria capaz de prestigiarse y distinguirnos. Entre otras cosas, porque los pelotazos no durarán toda la vida puesto que el territorio parcelable es finito y un día ha de acotarse este despojo.
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