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El estado dietético

Al lector podrá parecerle que este título pretende ser un pórtico crítico a las campañas que la Administración sanitaria ha promovido para preservar la salud de los ciudadanos a través de unos hábitos de dieta saludables y del ejercicio físico. Nada más lejos de ello, pues entiendo que esta materia se integra en la reflexión sobre las obligaciones sanitarias que los ciudadanos tenemos para con nosotros mismos.

La medicina guarda con la dieta una relación muy estrecha. No hay más que remontarse a la medicina hipocrática para confirmar que la alimentación era considerada un elemento clave para la salud. Así, en el Juramento se dice: "Haré uso del régimen dietético para ayuda del enfermo...". El interés por esta materia se mantiene durante la Edad Media y se intensifica en los siglos XV y XVI reflejándose en una serie de obras conocidas bajo la genérica denominación de regimina sanitatis, que constituyen una especie de versión tardomedieval de lo que ahora llamamos sanidad pública.

Hoy la dieta constituye una preocupación universal por su probada influencia en la salud y por su relación con la economía. El programa Estrategia global sobre el régimen alimentario, actividad física y salud, adoptado hace un año por la Organización Mundial de la Salud, es indicativo de lo que se acaba de afirmar. Si se tuviera que buscar una sola palabra para describir simultáneamente sus causas y sus efectos perversos, aludiríamos al desequilibrio. Desequilibrio por razones socioeconómicas y por razones médicas. Mientras que en los países pobres el desequilibrio proviene de la escasez, cuando no del ayuno forzoso, en el mundo desarrollado la dieta también es desequilibrada, aunque por razones distintas. El desorden nutricional lleva frecuentemente a la obesidad y algunas veces a la anorexia y a la bulimia. Patologías que, a nuestro modo de ver, tienen un origen común: el consumismo. El exceso, la inadecuación o la insuficiencia de la ingesta no son más que manifestaciones de insatisfacción individual por todo lo que la sociedad ofrece de forma inalcanzable. En el fondo es una modalidad de marginación social.

Entre nosotros el efecto más destacable de lo que comentamos lo constituyen el sobrepeso y la obesidad, que se perfila como la epidemia del siglo XXI. La obesidad es una de esas enfermedades que implica no sólo a distintas especialidades médicas, que van desde la endocrinología hasta la genética, sino también a los políticos y a la Administración. Actualmente, en España, según la Sociedad Española para el Estudio de la Obesidad, el 53,5% de la población tiene un índice de masa corporal excesivo. En niños de 6 a 12 años la obesidad ha pasado del 5% al 16% en 10 años, lo cual supone una de las mayores tasas europeas. Estas cifras no sólo suponen un agravio comparativo para millones de seres humanos que pasan hambre en el mundo, sino que en concreto tienen una incidencia negativa en la salud al fomentar los riesgos cardiovasculares y la diabetes, entre otros; reducen la expectativa de vida de forma que según se advertía en el reciente 47º Congreso de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición: "Los niños de hoy vivirán menos y con peor calidad de vida que sus abuelos"; además, se incrementa el gasto sanitario, que se sitúa en torno al 7%, lo que supone un coste del orden de 2.500 millones de euros anuales.

Frente a todo esto se podrá decir, y con razón, que comer lo que se quiera es una manifestación de libertad, pues es sabido que mientras al ciudadano le está permitido hacer todo aquello que no está expresamente prohibido, la Administración sólo puede intervenir en aquello para lo cual la habilita el ordenamiento. Es evidente que el Estado no puede imponer ninguna dieta, pero es igualmente cierto que, de acuerdo con nuestra Constitución, compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública mediante medidas preventivas, así como fomentar la educación sanitaria. Pues bien, de acuerdo con esos mandatos, la Administración tiene la obligación de hacer cuanto esté en su mano para coadyuvar a la consecución de aquella finalidad. Estas medidas van desde el lanzamiento de campañas informativas, el establecimiento de estrechas colaboraciones con la industria alimentaria o la promoción de consumos determinados en perjuicio de otros menos recomendables hasta la práctica de actividades de vigilancia y control. En esta dirección va encaminado, a escala estatal, el proyecto llamado Estrategia Naos (nutrición, actividad física y prevención de la obesidad), que tiene por objeto el acuerdo de medidas voluntarias con la industria alimentaria para la reducción de los contenidos de grasas, azúcares y sal. La finalidad no es otra que facilitar el fomento de hábitos nutricionales saludables que exigen poco al ciudadano y que, en cambio, producen un beneficio extraordinario en orden a la morbilidad y la mortalidad, amén de un ahorro importante del gasto sanitario. En este sentido hay que destacar que los departamentos de Educación y Salud de la Generalitat promueven la educación alimentaria mediante varios programas, pensando principalmente en los 846.175 alumnos de 3 a 16 años que hay en Cataluña, de los cuales el 45% come en los comedores escolares. Se inscribe en este mismo contexto el diseño de un Plan de actividad física y alimentaria saludable que el citado Departamento de Salud ha encargado a un grupo de expertos.

Ya en alguna otra ocasión he señalado que ésta es una cuestión cultural y de formación, por lo que no sería desacertado que se implantase alguna asignatura en la enseñanza obligatoria que abarcara estos conocimientos, pues una formación nutricional es determinante para el fomento de la salud personal y colectiva. Aunque somos conscientes de que no siempre lo sencillo (reducción de calorías y ejercicio físico) resulta fácil.

Josep-Enric Rebés i Solé es académico de número de la Academia de Jurisprudencia y Legislación de Cataluña.

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