Destrucción de Barcelona
Barcelona está de moda, pero para los sufridos barceloneses que vivimos bajo el bombardeo turístico, nuestra ciudad se está convirtiendo en una auténtica película de terror. Para los turistas, que llegan envasados en latas de Ryanair o Easyjet, Gaudí es únicamente el McGuffin de la película, porque Barcelona es en realidad una meca del turismo sexual, la capital de la paella y la sangría, la nueva Shangri-la.
Entre los libros que se han publicado recientemente sobre la destrucción de Barcelona (Joaquim Roglan, Manuel Delgado, Xavier Barral, Huertas Clavería y otros) destaca por su rara calidad literaria Destrucción de Barcelona (Mudito & Co.), un librito de Juan José Lahuerta que corre el peligro de pasar desapercibido. Lahuerta cuenta que en una famosa pintura de 1916 Francis Picabia escribió: "Il n'est pas donné à tout le monde d'aller à Barcelone". Con estas palabras, que han sido interpretadas casi siempre como un homenaje a nuestra ciudad, Picabia estaba en realidad parafraseando aquella célebre máxima clásica (non licet omnibus adire Corinthum: no todos pueden ir a Corinto), que se refería a las míticas putas de Corinto, las más caras del mundo.
La expresión 'turismo cultural' no es más que un eufemismo, porque el turismo es masivo y depredador por naturaleza
Pero hoy no vamos a preguntar si las putas de la Ronda de Sant Antoni son caras o no, sino si el turismo no se ha convertido ya en una forma de prostitución. Sostiene Lahuerta que la expresión turismo cultural no es más que un eufemismo, porque el turismo es masivo y depredador por naturaleza. "El régimen nos obliga a viajar", afirma Lahuerta. "El turismo es uno de sus máximos negocios y haber estado en alguna parte una condición necesaria en el esquema de nuestra alienación. Como turistas trabajamos en unas condiciones físicas y morales que ya no aceptaríamos en ninguna otra parte, y lo hacemos no ya gratis, sino pagando. El turismo no sólo nos convierte en los consumidores por excelencia, sino que hace de nosotros al mismo tiempo el productor y el producto, puros productos de la producción".
En Destrucción de Barcelona, Lahuerta hace una memorable evocación del mercado de antaño, aquel lugar de lo crudo y de la crueldad en que se podía ver la sangre de los animales desollados y observar "todas las gradaciones de lo podrido y de lo fresco, lo verde y lo maduro". A los pocos días de la inauguración de Santa Caterina, Lahuerta rememora películas de los años sesenta que todavía nos permiten reconocer los antiguos mercados; Juguetes rotos (1966), de Manuel Summers, que nos muestra cómo era la Boqueria antes de su domesticación turística, o Los tarantos (1962) de Rovira-Beleta, que nos descubre el mercado central del Born antes de su momificación y posterior museización.
Lahuerta expone que el Born es un caso sintomático: "Es impresionante pensar que esa ciudad de 1714 exhumada, sacada de su sepultura, detenida, quieta, dócil, ideal donde las haya, ha sido presentada como la visión necesaria de la Barcelona del siglo XVIII, es decir, como el lugar al que tenemos que acudir si queremos saber lo que era la vida barcelonesa en el siglo XVIII, cuando, al mismo tiempo, en el Barrio Chino o en Santa Caterina, la ciudad del siglo XVIII -y del XVII, y del XIX, y de ahora mismo todo mezclado- en la que las casa habitadas se levantan varios pisos por encima de un metro y medio de arqueología, y en la que las cañerías, mal que bien, van tirando y haciendo ruido, en la que aún, mal que bien, también, se vive, en esa ciudad del siglo XVIII, pero de ahora mismo, llena no de fantasmas sino de carne viva, las destrucciones son sistemáticas hasta los cimientos, y aún más abajo".
En nombre de la historia o el turismo se ha convertido la ciudad en una maqueta inofensiva. La obsesión por la maqueta, tan presente en el Fórum, es otro síntoma de la manera que tienen los políticos de ver la ciudad: pequeña, controlable a vista de pájaro y, sobre todo, terminable. Mientras tanto, el afán por acabar la ciudad ha expulsado al ciudadano de la calle. La vía pública ha sido tomada hasta tal punto por el frenesí immobiliario y turístico que los únicos puntos de confluencia que quedan, más allá de la privacidad de la vivienda de cada uno, son los centros y galerías comerciales, lugares públicos pero cerrados.
Para justificar una operación urbanística que ha arrasado barrios enteros, los gestores municipales se han refugiado en el conocido eslogan Tradición y modernidad, un lema que esconde la presunción de que todavía somos los mismos pero ya no hacemos el ridículo. Un eslogan repulsivo que ha amparado con toda impunidad las barbaridades y vejaciones de unos gestores a los que ya no entendemos porque hablan con la boca llena de cemento. Destrucción de Barcelona concluye con una formidable evocación de las huellas que las prostitutas han dejado con sus tacones en el mármol de algunos portales de la Rambla de Santa Mònica: "En una ciudad oficialmente higiénica como la nuestra, turística, minimal, amante de la historia y de la arqueología recreativas, en la que todo se entierra bajo capas de arquitectura, volvemos ahora a imaginar la Rambla como el gran río, torrentera, cloaca, jirón de prostituta, gran avenida, descubriendo de repente, aún, esas huellas, uno de los últimos monumentos vivos de Barcelona y uno de los pocos que podemos admirar".
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