A la espera del cambio generacional
El sistema de contrapesos por el que se gobierna el reino dificulta los cambios radicales
Los retratos oficiales ya anunciaban la continuidad. En todos los edificios gubernamentales, el fallecido rey Fahd aparecía flanqueado por el heredero designado, Abdalá, y por el hombre que, según una tradición no escrita, debería seguir a éste, Sultán. Pero la sucesión al trono saudí está aún pendiente. Aunque ayer se anunciara la entronización de Abdalá y el nombramiento del príncipe Sultán como su heredero, las edades de ambos (81 y 77 años, respectivamente) les obligan a plantearse hasta cuándo podrán seguir gobernando los hijos de Abdelaziz ibn Saud, el fundador del moderno Estado saudí.
El cambio generacional ya se apunta en la Ley Básica, una especie de carta otorgada que Fahd sancionó en 1992 y que establece que "el rey elige a su heredero y le descarga
La discreción es fundamental para la perpetuación de la dinastía
por decreto real". Esta prerrogativa innovadora dio pie para pensar que Abdalá pudiera saltarse a Sultán y a la otra veintena de hijos vivos de Abdelaziz, y pasar a la siguiente generación: la de los nietos del fundador. Pero en el país que guarda bajo sus arenas una cuarta parte de las reservas conocidas de petróleo, la estabilidad es un imperativo, y con la legitimidad de la familia real cuestionada tanto por una minoría reformista como por los más numerosos islamistas no hay margen para experimentos.
A sus 84 años, el fallecido rey Fahd era en realidad un desconocido para el mundo. Más allá del tópico (mujeriego, impuntual, aficionado al juego, generoso hasta la excentricidad...), el octavo hijo varón de Abdelaziz llevó con firmeza las riendas de un país lastrado por su propia riqueza hasta que una embolia le apartó del poder en 1995. Había llegado al trono en 1982, tras la muerte de su hermano Jaled, pero en realidad dirigía Arabia Saudí después de que éste le nombrara primer ministro siete años antes.
Para ello, contó con el apoyo de sus seis hermanos de la misma madre, Hasa al Sudairi, un verdadero clan dentro del clan de los Al Saud, cuya importancia se entiende mejor al saber lo numerosa que fue la prole de Abdelaziz: 44 hijos varones reconocidos de 19 madres distintas.
Desde el principio, sus especiales relaciones con los países de Occidente (y muy en especial con Estados Unidos), a los que con sus políticas siempre garantizó un petróleo barato, le evitaron críticas a las violaciones de los derechos humanos en el reino. Le garantizaron además que en 1990 una alianza internacional se volcara en defender sus pozos de petróleo ante la amenaza de un Sadam Husein a quien el propio Fahd había alentado años antes como guardián frente al Irán revolucionario.
Pero también tuvieron su coste. En el país que fue cuna del islam, el poder de los ulemas no fue suficiente para satisfacer a los más tradicionalistas, que siempre criticaron el excesivo aperturismo de su rey. Ni siquiera su proclamación en 1986 como Custodio de los Lugares Santos (La Meca y Medina) logró aplacarles. En el tira y afloja de concesiones a los religiosos radicales, Fahd sembró, probablemente sin ser consciente de ello, el extremismo en el que crecieron Osama Bin Laden y sus simpatizantes.
En contraste con su hermanastro, Abdalá siempre había representado el lado más nacionalista y antiestadounidense de la familia real saudí. Por ello, cuando a partir de 1995 asumió el poder de facto, su personalidad fue objeto de cierta controversia internacional. Sin embargo, para entonces ya había probado sus dotes de emisario discreto en misiones regionales, y dentro del reino, su austeridad e integridad le habían granjeado el respeto de sectores críticos con los derroteros que seguía el país, lo que le facilitó emprender alguna de las reformas largamente necesitadas.
Fue él quien sugirió en 1998 abrir a la inversión exterior la industria petrolera, controlada por el Estado desde su nacionalización en los años setenta. Los saudíes han visto su mano en la tímida apertura política vivida por el país recientemente y que ha desembocado en la celebración de unas elecciones municipales parciales durante la primavera pasada. También se atribuye a Abdalá un proyecto para convertir el Consejo Consultivo creado por Fahd en 1993 en un verdadero órgano legislativo. Por ello muchos saudíes esperan que, una vez convertido en rey, acelere esas reformas.
En sus años como regente, Abdalá ha tenido tiempo de tejer alianzas y vencer la resistencia a su mandato por parte de los Sudairi, los seis hermanos de Fahd por parte de madre, entre los que se halla Sultán.
Sin embargo, el sistema de contrapesos por el que se gobierna el reino dificulta los cambios radicales. Las fabulosas riquezas del petróleo se distribuyen en el tejido social a través de un peculiar entramado de intereses que encabezan distintas ramas de los Al Saud. Es el Consejo de la Familia Real, compuesto de una veintena de príncipes relevantes, el que gestiona el país y vigila que los comportamientos políticos de sus integrantes se ajusten a los intereses de la estirpe.
De ahí que sean cuales sean las diferencias entre sus miembros, rara vez traspasen el umbral de palacio y lo más que llegue de ellas sean rumores de sables. Todos saben que la discreción, que desde fuera se percibe como secretismo, es fundamental para la perpetuación de la dinastía.
En especial ahora que Estados Unidos, uno de los pilares del régimen, está revisando su alianza con el reino como resultado de los atentados del 11-S (15 de los 19 terroristas suicidas eran saudíes) y que el país es víctima del terrorismo de sus radicales. El verdadero cambio no se producirá hasta que no se supere esa crisis.
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