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Reportaje:03 | Diccionario de la guerra | LECTURA

El mandato divino de un pueblo

- COLABORACIONISTAS

Omar era un joven traductor iraquí que empezó a trabajar con el Ejército estadounidense en Bagdad tras la caída de Sadam Husein, al mismo tiempo que la insurgencia empezaba a cobrar fuerza. Yo le había conocido en una de las bases estadounidenses, en el barrio suní de Adhamiyah, en julio de 2003. Pocos días después, Omar vino a verme al hotel, con aire nervioso pero muy sonriente. Le invité a un refresco en el restaurante del vestíbulo. Con un tono curiosamente educado, sin dejar de llamarme nunca "señor", Omar me dijo en un susurro angustiado que tenía noticias. El día anterior, dijo, habían matado al hombre que ocupaba el décimo puesto en la lista mortal de Adhamiyah, un amigo suyo. Sacó la cartera y me mostró un papel doblado con varias frases escritas en árabe. Era la lista de la muerte. Indicó su nombre y los de los dos hombres que ya habían muerto. Me explicó que la traducción aproximada de la sentencia de muerte era: "Si Dios no te hace daño, lo haremos nosotros. Y si te matamos, iremos al cielo. No eres musulmán, eres un traidor y un espía. Musulmanes de todas partes, si veis a estas personas, tenéis que matarlas e iréis al cielo".

Pregunté a Omar qué hacían los estadounidenses para protegerle. "Señor, me han dicho que no pueden hacer nada, pero que puedo llevar esta pistola", y se dio unos golpes en el costado. Llevaba un chaleco de fotógrafo sobre una camisa; abrió los botones y vi una cartuchera con un revólver. "Nueve milímetros CZ, 16 balas", dijo con orgullo. Un arma hecha en Checoslovaquia. Me dijo que se había ido de casa y que se alojaba en hoteles baratos, cambiando cada pocos días.

Le pregunté a Omar cuánto le pagaban los estadounidenses. Me miró avergonzado y dijo: "Cincuenta y seis dólares a la semana, señor". Tenía los domingos libres. Entraba a trabajar todas las noches a las nueve y salía a las seis de la mañana, y durante el día acudía a la Universidad de Bagdad. Le comenté que me parecía una vida muy dura. Asintió. "Bueno, señor, antes de que vinieran los soldados, trabajaba durante el verano en obras y restaurantes, y en invierno estudiaba. Trabajaba todo el día, dormía cinco o seis horas, y no ganaba más que dos o tres dólares al día". Estudiaba el primer curso y por aquellos días estaba haciendo los exámenes finales. Me explicó que llevaba los libros encima y estudiaba cuando podía. Sacó un cuaderno de una pequeña mochila en la que también llevaba algo de ropa, un cepillo de dientes, pasta de dientes y un frasco de champú. "Aquí llevo todo lo que necesito".

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

- ROBERTO D'AUBUISSON

En 1984, el delgado e hiperactivo ex comandante de la Guardia Nacional salvadoreña Roberto D'Aubuisson, el padrino de los escuadrones de la muerte anticomunistas en su país, presentó su candidatura a la presidencia. Durante la campaña fui a una de sus conferencias de prensa y me quedé después de que terminara para hacerle una pregunta. Me acerqué a él cuando se vació la sala en la que no quedaban más que D'Aubuisson, unos cuantos ayudantes y sus pistoleros.

D'Aubuisson se había levantado de la silla colocada detrás de una mesa, en la que se había sentado durante la rueda de prensa. Cuando me aproximé me saludó con un escueto gesto afirmativo. "¿Sí?", inquirió. Le pregunté a cuántos comunistas estaba dispuesto a matar para llevar la "paz" a su país. D'Aubuisson se inclinó, con las manos apoyadas en la mesa y, con el rostro a unos treinta centímetros del mío, me dijo en voz baja y tono hostil: "Ésa", dijo, hablando despacio y entre dientes, "es una pregunta muy inoportuna". Volvió a erguirse sin dejar de mirarme fríamente. Como todos los demás ocupantes de la sala.

Comprendí a la perfección. Salí de la sala a toda prisa sin mirar atrás.

- ESPÍAS

En Gaza, los militantes palestinos poseen un sistema de contraespionaje compuesto por pequeñas redes de niños. El jefe de una de esas redes, un militante de veintitantos años llamado Adel, me explicó su funcionamiento: "Los niños pueden ir a todas partes. Nadie se fija en ellos, así que pueden ver todo lo que ocurre. Por ejemplo, cuando vienen los soldados israelíes, suelen entrar en casas particulares. Eso no quiere decir que esas personas sean espías, pero tal vez sí. Así que, si un niño puede mirar por la ventana, o desde una puerta abierta, y ve que la persona en cuestión entrega a los soldados un pedazo de papel con alguno de nuestros nombres, entonces sabemos que es un espía. Y le matamos".

- FE

Eugene Sockut era un hombre robusto de 52 años cuando me entrevisté con él en su casa, cerca de Jerusalén, en 1987. Había emigrado de Estados Unidos a Israel varios años antes, y trabajaba para el rabino ultraderechista Meir Kahane, que posteriormente murió asesinado por un palestino. Sockut, como su mentor, se consideraba un hombre devoto, pero propugnaba la expulsión total de los palestinos de lo que denominaba "la tierra de los judíos", con el argumento de que su pueblo tenía el mandato divino de vivir allí.

"No vamos a hacer daño a los árabes", explicaba. "Les compensaremos, pero no pueden quedarse aquí".

"Pero no se van a ir tranquilamente", le señalé. "Así que está hablando de guerra. ¿Cómo puede conciliar eso con los Diez Mandamientos, uno de los cuales es 'No matarás'?".

Sockut respondió: "En primer lugar, los Diez Mandamientos dicen 'No asesinarás', no 'No matarás'. Es una mala traducción del hebreo original. Dios nunca dijo a la gente que no matara; en la Biblia le dice al pueblo judío: 'Si alguien va a asesinarte, levántate y mátale tú antes'. Es decir, la defensa propia no es algo malo en el judaísmo. Está muy claro. Todo lo contrario: la defensa propia y la destrucción de los enemigos que quieren matarnos es un mandamiento".

- FUERZA DEMOCRÁTICA NICARAGÜENSE (FDN)

Fuerza Democrática Nicaragüense fue el nombre que adoptó el principal ejército contra patrocinado por la CIA en Nicaragua, organizado a principios de los ochenta para derrocar el régimen sandinista respaldado por cubanos y soviéticos. En 1983, para poder ir a Nicaragua con una sección de la FDN desde su base en Honduras, tuve que firmar un documento que absolvía a la FDN de cualquier responsabilidad por mi seguridad y jurar que no revelaría el nombre del país desde el que había entrado en Nicaragua. En caso contrario, el documento advertía: "El largo brazo de la FDN te alcanzará".

- GENOCIDIO

Amal al Jadeiri, una guapa mujer iraquí de sesenta y tantos años, procede de una rica familia de terratenientes. Su padre, ardiente nacionalista, vivió exiliado en India, expulsado por los británicos, en los años treinta. Amal se educó en Londres, Suiza y Beirut, se casó con un importante abogado iraquí y dio clases de francés y literatura árabe en la Universidad de Bagdad. Hacía varios años que estaba viuda y jubilada, pero seguía siendo una figura muy activa en el mundillo cultural de Bagdad.

Amal había restaurado una casa de ladrillo amarillo, de la era otomana, en la calle Abu Nawas, sobre el Tigris, y la convirtió en salón y galería de arte, llena de objetos coleccionables y diversos: viejas puertas y ventanas decoradas de madera, alfombras, lámparas y cafeteras orientales. Pasaba los días en la galería, donde recibía a los visitantes. Nos sentábamos a hablar en sillas de mimbre, en el pasillo cubierto que había detrás de las pilastras de madera de su jardín. Criticaba con dureza las sanciones de Naciones Unidas contra Irak y hablaba con enorme hostilidad sobre Estados Unidos. Me di cuenta de que nunca mencionaba a Sadam Husein, y la última vez que la vi le pregunté qué pensaba de él. "Hay una cosa que los americanos no han entendido nunca", dijo. "Y es que este presidente procede de esta gente y la entiende. Comparte sus valores. Este país necesita mano firme. Y esa firmeza necesita un poco de crueldad". La familia de Amal había perdido gran parte de sus posesiones en las reformas agrarias de Sadam, pero, aun así, le defendía.

Pocos días después de la caída de Bagdad, mientras se extendían los saqueos por la ciudad, pasé por la galería de Amal y vi que la habían desvalijado. Cuando la volví a ver, unas semanas después en casa de unos amigos iraquíes, le dije cuánto sentía todo lo que había perdido. Era terrible, asintió, pero ni la mitad de malo que lo que había ocurrido en el museo y la biblioteca nacionales. Se encogió de hombros y me dijo que también había perdido todos sus ahorros, sus joyas y las cosas heredadas de su familia, que estaban en la bóveda de un banco que habían atracado. Amal culpaba a los estadounidenses de la destrucción de Bagdad y se mostraba muy crítica con ellos, por no saber árabe e ignorar la historia y la cultura de Irak. Me invitó a volver al cabo de unos días para desayunar en su casa de Shamasiya, un barrio residencial justo al norte de Adhamiyah, con el fin de poder seguir conversando.

Un par de días más tarde fui a desayunar con Amal en su gran casa de ladrillo rojo de Shamasiya, que tenía un jardín delicioso sobre el Tigris. A lo largo de una verja metálica crecía una fila de azucenas rojas y naranjas, y en un muro trepaba, hasta media altura, una gran buganvilla rosa. Comimos dentro, donde había preparado un desayuno libanés, compuesto por té, pan ácimo, miel, zatar -una pasta de tomillo y semillas de sésamo-, yogur, queso blanco y aceitunas. Después, nos sentamos en un rincón del jardín, a la sombra. Le pregunté si veía el futuro con optimismo. Frunció el ceño. "No sé", dijo. "Normalmente sí, pero esta vez no sé". Señaló el otro lado del río, donde se podía ver lo que parecía un campamento del Ejército estadounidense en un vasto huerto de palmeras datileras. "¡Mira lo que han hecho! Antes, lo habían convertido en un club de oficiales, y a los que vivíamos aquí no nos gustaba y nos quejamos, pero, por lo menos, no teníamos que ver tanques y esas cosas". De noche, dijo, encendían unas luces potentes que iluminaban el río de una orilla a otra, iluminaban todo, y le costaba mucho dormir.

Me daba curiosidad saber si Amal tendría ahora otra opinión de Sadam. "No podemos decir que todo fuera malo", dijo cuando le pregunté. Me contó que Sadam había modernizado Irak y mencionó las maravillosas carreteras que había construido. Le dije que me recordaba a los italianos que elogiaban a Mussolini por conseguir que los trenes fueran puntuales, pero me ignoró. Habló de un viaje a Kurdistán que había hecho a principios de los ochenta con sus hijos, lo buenas que eran las nuevas carreteras, lo bello y seguro que le había parecido todo. "Hasta 1991, yo creía que él todavía podía hacer algo bueno, e incluso después, pero no fue así". Con cierto asombro, le pregunté: "¿Qué me dices de la campaña de Anfal?", cuando Sadam envió a su ejército a arrasar pueblos kurdos y causó la muerte de miles de miles de civiles por arma de fuego y con gas venenoso. "¿Incluso después de aquello seguías opinando que estaba bien?". Amal asintió. "Los kurdos son un pueblo difícil, y pueden ser también bastante crueles", explicó. "Yo lo sé bien, tengo una abuela kurda". Se rió y empezó a hablar sobre la persecución de los cristianos a manos de los kurdos, y dijo que, si quería, me podía presentar a muchos cristianos de Bagdad que habían tenido que huir de los kurdos. "Un día tendrá que oír la historia completa", comentó.

Amal me dijo que estaba pensando en ir a Suiza o a la República Checa, por las aguas minerales y el fresco aire de montaña. Necesitaba relajarse, me explicó, alejarse del calor veraniego de Bagdad, y los soldados estadounidenses, y sus tanques, y las luces que no le dejaban dormir de noche. Mientras hablaba, su voz quedó ahogada por un ruido: dos patrulleras estadounidenses, llenas de soldados, subían a toda velocidad por el río, dejando una estela blanca en las aguas llenas de verdín.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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A la izquierda, Roberto d'Aubuisson, promotor de los escuadrones de la muerte de El Salvador, en un acto político en 1984 como candidato a la presidencia de la República.AP
Mujeres iraquíes en abril de 2003, durante los saqueos que se produjeron en Bagdad.
Mujeres iraquíes en abril de 2003, durante los saqueos que se produjeron en Bagdad.EPA

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