Un Verdi carente de frescura meridional
El Festival Internacional de Edimburgo se inaugura con un 'Réquiem' bien ordenado pero sin vuelo
Diecisiete grados en la calle, a la puerta del Usher Hall, el domingo. Una temperatura que hubieran firmado en Madrid para cualquier día del mes de agosto, pero, a lo que parece, algo escasa para el escocés medio. Así que alguien decidió convertir la sala en una sauna a pleno rendimiento y fue peor el remedio que la enfermedad. No sólo pasaba las de Caín el público de gala -esmoquin ellos, un pelín de aroma a naftalina ellas-. También sufrían los que iban de trapillo, incluido este crítico, consciente a cada compás de que el juicio, con semejante sudorina, corría el riesgo de atrofiarse.
Por desgracia, ni a unos ni a otros nos llegó del escenario el suficiente aire fresco, la brisa meridional que, a pesar de su pretexto trágico, siempre debe exhalar una buena versión del Réquiem de Verdi y que nos hubiera aliviado el alma y el cuerpo. Se escuchó todo, se cuidó la claridad pero el misterio se perdió por el camino. No fue una mala versión, pero no estuvo a la altura de lo que podía esperarse en la sesión más solemne del Festival.
La clave estuvo, a mi entender, en el concepto aplicado por Donald Runnicles, el director zurdo nacido en Edimburgo que triunfa hoy en los fosos de ópera de medio mundo luciendo su buen criterio sobre todo en el repertorio posromántico. A su Verdi le falta calidez y le sobra análisis. O mejor dicho, éste se come a aquélla a base de un exceso de cuidado cuando hay que soltarse un poco el pelo. Todo reveló una suerte de desconocimiento del idioma verdiano, de lo más directo de su estilo, algo así como una falta de flexibilidad para llegar más allá de una buena lectura, con sus puntos fuertes generalmente bien trazados, pero sin la hondura que se logra cuando se sabe, entre otras cosas, que también aquí está el Verdi más auténtico. La Orquesta Sinfónica de la BBC Escocesa es una buena formación pero algo tímida, y el Coro del Festival, que resolvió con esmero los pasajes de mayor poderío, no acabó de salir de una cierta debilidad en otros, sobre todo las mujeres en la fuga del Libera me, uno de esos momentos en los que hay que echar el resto sin elevar el volumen. El conjunto, pues, adoleció de falta de empuje, de vuelo, de intensidad dramática hasta el punto de generar un cierto aburrimiento en este deshidratado cronista que, al salir, corrió al pub de la esquina a resucitarse con una pinta de Red Smiddy, su real ale favorita de este año, equilibradamente densa, frutal, sabrosa y con un posgusto interminable.
Perdón. Otra cosa, por fortuna, fueron los solistas. Por encima de todo la gran Violeta Urmana, que es hoy una de las mejores sopranos que pueden escucharse en cualquier parte. Si ya dejó constancia de su clase en un precioso Sed signifer sanctus, su Libera me fue extraordinario de todo punto, aunque le faltara ese apoyo emocional que no llegaba de la batuta. La voz, el estilo eran perfectos, pero la obra quedaba sin rematar.
Una excelente sorpresa fue la mezzo Leandra Overmann, que el año pasado hizo aquí una estupenda Azucena en El trovador y que, como la Urmana, sabe lo que es cantar a Verdi y se le nota. Salvatore Licitra posee una voz lírica y expansiva, hermosa de color, un puntito corta, y se defendió con arrojo en el Ingemisco, ese par de minutos que se esperan siempre a ver qué pasa. Tiene, sin embargo, el defecto de exagerar la expresión, una cierta tendencia al lamento que remite a malas costumbres hoy a desterrar. John Relyea es un joven bajo de mucho talento, voz redonda y pastosa y que, a pesar de que su parte es la que menos luce, mostró unas excelentes maneras. Ellos fueron lo mejor de una velada que nos dejó perdidos de sudor y a media ración.
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