El preso en un hoyo del desierto
P
PANMUNJON
Bermúdez llevaba poco tiempo en su patria cuando un francotirador le asesinó en Managua
El beduino me dijo con una sonrisa: "Parece un hombre que viene de un lugar en el que hay fuego"
"Le damos pan y leche, todo lo que quiere. Pero no le damos 'charas', hachís y opio"
Es uno de mis primeros recuerdos. Tenía quizá tres años, así que debió de ocurrir hacia 1960. Mi padre me llevó al DMZ, la línea divisoria entre Corea del Norte y Corea del Sur. En aquel entonces no lo sabía, pero sí recuerdo vivamente estar de pie junto a mi padre y un soldado coreano armado que permanecía firme y con la mirada fija, a través de una llanura -no recuerdo que fuera muy lejos- a otro soldado coreano armado que le devolvía la mirada, igual de callado e igual de rígido. Ninguno de los soldados hablaba, los dos permanecían inexpresivos. Me acuerdo de que casi parecía una pantomima, salvo que eran adultos y todo era terriblemente serio; era evidente que los dos soldados no eran amigos. Recuerdo que me sentí confundido y le pregunté a mi padre por qué estaban de pie y se miraban así, y él me dio alguna explicación que no entendí en absoluto.
Han pasado 45 años desde entonces, y no ha cambiado nada. Desde que era niño, otras dos generaciones de soldados han estado allí de pie y han mirado fijamente, en silencio, a través de la misma llanura, en el mismo ritual de hostilidad silenciosa.
- PATRIA
Cuando conocí a Enrique Bermúdez en los años ochenta, era un nicaragüense de cincuenta y tantos años, moreno, de voz suave, que era el jefe militar de la contra patrocinada por la CIA, la FDN, Fuerza Democrática Nicaragüense. Su nombre de guerra era Tres-Ochenta, nunca supe por qué. Había sido director general de correos con el dictador nicaragüense, Anastasio Somoza, antes de que los sandinistas se hicieran con el poder en 1979. En el exilio se estableció en Bethesda, Maryland, un distrito cómodo a las afueras de Washington DC. Después de convertirse en el jefe de la contra, pasaba gran parte de su tiempo en las bases secretas del Ejército en Honduras, pero seguía volando a casa para pasar los fines de semana con su mujer.
Un día, en 1985, me uní a Bermúdez en uno de los pocos viajes en helicóptero que hacía al interior de Nicaragua, y pasamos allí varios días con uno de sus grupos de combate de primera línea. Era la estación de lluvias, y las condiciones eran horribles, todo lleno de humedad y de barro. La mayoría de sus combatientes eran campesinos normales y corrientes y, al cabo de uno o dos días, se vio claramente que Bermúdez estaba más cómodo hablando conmigo que con ellos. Una vez, mientras estábamos sentados en una cabaña, contemplando el barro, la lluvia y a sus rústicos soldados, y la deprimente masa verde de la jungla que nos rodeaba, Bermúdez me confesó con nostalgia: "Me encuentro más a gusto en Bethesda que en Nicaragua". Me pareció una confesión extraña en un hombre que dirigía una rebelión contra el Gobierno de su país.
Pocos años después, cuando los sandinistas perdieron el poder en las elecciones, la contra terminó la guerra, y Bermúdez regresó a su patria. Llevaba poco tiempo en ella cuando un francotirador le asesinó en el centro de Managua.
- PETRA
En mayo de 2004, visité la histórica ciudad jordana de Petra, esculpida en la piedra roja de un cañón en el sur de Jordania. Acababa de pasar dos meses en Irak, que habían sido especialmente intensos; me había encontrado bajo el fuego y en peligro en varias ocasiones.
Había decidido visitar Petra, que no conocía, para relajarme durante unos días antes de volver a casa. Cuando llegué, caminé a solas por el cañón; me sentía acalorado e incómodo y me preguntaba a qué había ido. Estaba muy tenso, inexplicablemente furioso.
Un beduino sentado bajo una tienda a la sombra, junto a unos acantilados, me llamó para que me acercara. Me invitó a tomar un vaso de té con menta. Acepté, le di las gracias y me senté con él a la sombra. Al cabo de un minuto, me preguntó: "¿Ha estado en Irak?". Sorprendido, le dije que sí, pero ¿cómo lo había adivinado? Me respondió, con una sonrisa enigmática: "Parece un hombre que viene de un lugar en el que hay fuego".
- 'PIS-PIS'
Una guerrillera salvadoreña muy valiente y muy generosa tenía la costumbre, antes de entrar en combate, de animar a sus camaradas con su grito de batalla personal: "Vamos muchachos, el más valiente me coge".
Así se había ganado su nombre de guerra, La Pis Pis, que, en argot salvadoreño, quiere decir la folla-folla. Todo el mundo le tenía mucho afecto.
- PRISIONEROS
Pocos días antes de que comenzaran los ataques aéreos de Estados Unidos y Reino Unido en Afganistán en 2001, visité a un hombre que estaba retenido como prisionero en un hoyo en el desierto. El hoyo estaba cerca de Dasht-e-Qala, una ciudad del norte del país, a pocos kilómetros de la frontera con Tayikistán y no lejos del frente, un risco de colinas polvorientas que los talibanes llevaban tiempo intentando arrebatar a sus principales adversarios, la Alianza del Norte.
El prisionero, un luchador talibán que decía llamarse Bashir, llevaba en el hoyo aproximadamente un mes, desde la noche en la que los muyahidines de la Alianza del Norte le capturaron mientras caminaba en tierra de nadie. Su cárcel tenía tres metros de profundidad y un metro de anchura, y solía estar tapado por un pesado trozo de metal sacado de un carro de combate ruso. En el fondo, el hoyo se convertía en una cavidad que, según sus guardianes, tenía unas cómodas dimensiones de dos por dos metros. Cuando sacaban a Bashir a ras de suelo, tenía que subir por una escalera de madera. No era nada fácil, porque llevaba grilletes en las piernas.
El día que conocí a Bashir, o, mejor dicho, le observé -porque estaba en una especie de trance, como despegado-, le habían quitado los grilletes. Tuvo que andar hasta donde yo estaba, pero parecía débil y pronto se agazapó junto a una pared de barro. Tenía alrededor de 30 años y era un hombre muy delgado, con perilla negra y cabello muy corto. Llevaba una túnica verde sucia y tenía la piel también sucia. Los brazos estaban cubiertos de puntos verdes tatuados y llevaba alrededor del cuello un cordón del que colgaba un librito violeta con versículos del Corán. Estaba descalzo. Sus captores dijeron que tenía señales de agujas en los brazos, pero no las vi. Lo que sí vi fue la cicatriz de un disparo de bala en la clavícula derecha.
Se reunió un grupo de muyahidines y varios niños curiosos a mirar. Pese a los intentos del mulá Omar, el caudillo que tenía preso a Bashir y quería intercambiarle por cinco de sus soldados que estaban en manos de los talibanes, el prisionero no dijo gran cosa: sólo su nombre y que era de Kandahar, a más de 600 kilómetros hacia el suroeste, donde los talibanes tenían su cuartel general (y donde vivía otro mulá Omar más conocido, el jefe de los talibanes). "Todos los kandaharíes son así", me dijo Omar. "Nunca hablan". No se podía confiar en ellos, dijo, y por eso había que tener a Bashir en un hoyo. El mulá Omar era un hombre delgado de 35 años, de ascendencia tayika. Dijo que los talibanes le habían ofrecido sólo a tres de sus soldados a cambio de Bashir, y que estaban discutiendo sobre el asunto a través de la radio. Le pregunté por qué Bashir no dejaba de escupir, y dijo que era porque padecía síndrome de abstinencia. Parte de lo que escupía parecía de color marrón. ¿Era sangre? ¿Le habían golpeado? "No, no", me aseguró el mulá Omar. "Le damos pan y leche, todo lo que quiere. Pero no le damos charas" -hachís, opio-, "y lo pide cada día".
Al cabo de unos minutos, volvieron a llevarse a Bashir al hoyo y el mulá Omar me llevó a su recinto para que conociera a sus hijos. Reunió a dos grupos de chicos, todos descalzos. Uno de los grupos lo formaban sus 10 hijos, de un mes a 12 años, incluida una pareja de gemelos idénticos. El otro lo formaban los cinco hijos de su hermano gemelo, que había muerto unos meses antes a manos de los talibanes. Me separé del mulá Omar mientras anochecía y sus hombres y él se preparaban para las oraciones del crepúsculo.
Pocos días después, pasé en coche al lado del campamento del mulá Omar, también al anochecer, y miré hacia el desierto, hacia el hoyo de Bashir. Sus guardianes le habían sacado para que respirara y estaba de pie en una zanja poco profunda que habían cavado para él. Sólo se le veía del pecho hacia arriba. Parecía clavado donde estaba, medio tragado por la tierra.
- PROFECÍA
Fahed, un devoto militante palestino, creía que matar a israelíes era el cumplimiento de una profecía del mensajero de Dios, Mahoma. "Él dijo: 'lucharéis contra los judíos y venceréis. Entonces, los árboles y las piedras dirán: Hay un judío detrás de mí: venid y matadlo. En otras palabras, los judíos no tendrán dónde esconderse".
Fahed sonrió. "Puede parecer salvaje, matar a todos los judíos. Pero no lo es si se entiende toda la profecía. La profecía dice que Alá, primero, les dio la oportunidad de ser buenos. Sin embargo, desde el principio de la Creación, Alá sabía que iban a ser malos, y ése es el motivo de la profecía. Es la naturaleza del judío la que provocará su fin".
Q
- QUITAPIÉS
Eran las bombas fabricadas en la montañas de Chalatenango por los guerrilleros durante la guerra civil de El Salvador, bajo la tutela de un etarra vasco llamado Alberto. Como indica su nombre, estaban pensadas para hacer volar los pies. Los "quitapiés", como su primo "el vuelahuevos", tenían un fin político: incapacitar, en vez de matar, a los soldados del Gobierno, y desmoralizar al enemigo al enviar a casa a unos soldados tullidos.
R
- RATA ASESINA
Unos dirigentes de la contra nicaragüense me dijeron que un joven estadounidense, seguidor de la conservadora Iglesia de la Unificación del reverendo Sung Myung Moon, estaba viajando con sus combatientes, dentro de Nicaragua. Se había unido a ellos para luchar, y llevaba uniforme y fusil. Había adoptado un nombre de guerra, Rata Asesina. Estuvo presente durante el brutal juicio y la consiguiente ejecución, en el propio campo de batalla, de un sospechoso de colaborar con los sandinistas, al que obligaron a cavar su propia tumba y tenderse en ella antes de que le mataran atravesándole con una lanza. Rata Asesina hizo fotos del asesinato y luego proclamó que era un periodista free-lance y las vendió a la revista Newsweek, que las publicó.
Meses más tarde él apareció en El Salvador, donde yo vivía, en busca de trabajo como periodista. Cuando descubrí que estaba allí, fui a hablar con él. Le dije que sabía de sus actividades con la contra. Lo negó, pero resultó poco convincente y, cuando le dije que conocía su nombre de guerra, Rata Asesina, se quedó sin habla; no supo qué decir.
Entonces me puse a darle patadas en el trasero hasta que se fue del hotel en el que estábamos; le bajé a patadas por el pasillo y las escaleras y le perseguí por el vestíbulo hasta la puerta. Volví a darle una patada y le dije que se fuera y no volviese nunca. Desapareció y nunca volví a verle. Creo que se fue de El Salvador. El encuentro resultó catártico y me llenó de satisfacción. Fue una de las pocas veces, en Centroamérica, que me sentí capaz de reparar un daño -entre tantos males impunes- o, por lo menos, desenmascarar a un malhechor.
S
- SECTARISMO
Conocí a Jeremy, George y Joe en Belfast en 1986. Jeremy Atkinson tenía 19 años; George Douglas tenía 18, y Joe Barrow tenía 22. Eran protestantes irlandeses y trabajaban juntos en la construcción, en una obra. Como la mayoría de su pueblo, se consideraban leales a la Corona británica. Les pregunté qué opinaban de los irlandeses católicos, quienes, en su mayoría, apoyaban la causa de una república irlandesa.
Jeremy: "Personalmente, no tengo nada contra los católicos. Los republicanos, sí, son una raza de gente totalmente distinta".
George: "Tienen los ojos más juntos".
Joe: "Muchos de ellos tienen los ojos medio bizcos. Hay algo diferente en ellos".
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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