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Crítica:FESTIVAL DE EDIMBURGO | 'El lago de los cisnes' | CULTURA Y ESPECTÁCULOS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Como si fuera la primera vez

El lago de los cisnes, con la música de Chaikovski y la coreografía de Petipa e Ivanov, es el ballet por antonomasia, la quintaesencia de un arte muy especial. Y a pesar de ello, o por lo mismo, ha sufrido versiones -Matthew Bourne, Mats Ek, Jan Fabre- que han querido traducirlo a un nuevo lenguaje, generalmente más duro que el original. La propuesta del coreógrafo inglés Christopher Wheeldon, creada para el Ballet de Pennsylvania en su cuadragésimo aniversario, renueva la propuesta original pero desde el lado de la imaginación más sutil y de una rara inteligencia escénica a la que contribuyen los decorados de Adrianne Lobel y los figurines de Jean-Marc Puissant. Lo sitúa en la sala de ensayos de la compañía que habría de estrenarlo en París y acude a la pintura de Degas para enmarcarlo no sólo en su época, sino en su carácter, con las bailarinas que van llegando a ensayarlo reproduciendo las posturas de los cuadros del francés. A partir de ahí, el escenario se transformará con sólo leves retoques en la fiesta de Sigfrido y en el lago y, al fin, volveremos al inicio que no es sino la obsesión del bailarín con su papel principesco, la que siempre tuvo el propio Wheeldon en su carrera. Simple y sutil, elegante y eficaz una idea que funciona a la perfección. En resumen, una de esas nuevas producciones que no se dirigen a quien ya haya visto la obra y que se la revelan sin mixtificaciones a los neófitos.

El Ballet de Pennsylvania procede, por así decir, del tronco Balanchine, pues su fundadora fue Barbara Weisberger. Y eso ya es, a priori, una garantía. Si a eso se añade que en su repertorio hay coreografías de Ashton, Cranko, Robbins y Tharp, el resultado es la suma de una técnica apabullante y un admirable equilibrio expresivo. No es una compañía muy numerosa, por lo que Wheeldon ha jugado con la disposición escénica para crear la ilusión de una mayor presencia de bailarines en las tablas, de modo que su diseño es, a la vez, limpio y práctico. Y, desde luego, bellísimo. En ese movimiento del cuerpo de baile, del conjunto de los cisnes y de las distintas escenas de la fiesta en el estudio para celebrar el estreno, está quizá lo mejor de una gran coreografía que no corrige la original sino que la renueva, la pule con respeto.

La noche del miércoles, el doble papel de Odette y Odile corrió a cargo de una intensamente delicada Julie Diana, sufriente como la doncella convertida en cisne, enérgica como la aspirante a la mano de Sigfrido. Su trabajo en puntas fue sensacional, y las ovaciones dedicadas a ella, interminables. El papel del príncipe, menos lucido en el baile pero muy actoral en la coreografía de Wheeldon, fue excelentemente tratado por un Yuri Yanowski -educado en España y miembro del Boston Ballet- que sabe vivirlo entre lo real y lo soñado. El resto de la compañía estuvo a una altura descomunal, dando la sensación de cómo puede hacerse de la disciplina naturalidad y del esfuerzo un placer.

La Orquesta Sinfónica de la Radio de Moscú, cuyo anuncio trataba de demostrar un plus de autenticidad en la producción que no venía muy a cuento, sirvió en el foso con eficacia y, por momentos hasta con refinamiento, lo que en una batuta como la de Vladímir Fedoseyev es mucho decir. Hubo instantes de una cierta vulgaridad sonora, pero se contaba con ellos. Con un sonido más sutil la función hubiera sido extraterrestre. Pero, tanto daba ante lo visto en la escena. Al final, el clamor del público demostraba que también se puede arrasar con la elegancia y que el respeto al original puede ser, cuando se hace como Wheeston, toda una garantía.

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