_
_
_
_
MUJERES Y HOMBRES | Liza Minnelli | CULTURA Y ESPECTÁCULOS

La chica de 'Cabaret'

Preguntarme sobre Liza es como preguntarle a un niño sobre la Navidad". La frase es del letrista Fred Ebb, pero la suscribo. Cuando era niño, mi madre me despertaba con la música de Cabaret. Era como vivir en un cuarto al fondo del Kit Kat Club, ese tugurio con orquesta de señoritas y maestro de ceremonias a mitad de camino entre el fauno y el payaso. El ritual se repetía cada mañana, con aquella voz como trompeta ante Jericó que formulaba una invitación irresistible: "Empecemos por admitir que de la cuna a la tumba / la estadía no es demasiado larga. / La vida es un cabaret, compañero, / ven al cabaret". Después de oír semejante canción uno pateaba las sábanas y salía al escenario decidido a consagrarse, o cuanto menos a brillar en el intento.

Su voz me contaba la gloria del instante en que nos sobreponemos a la adversidad, convirtiéndonos en la mejor versión de nosotros mismos
Con esos impudores que uno se permite cuando la carga es grande, terminé contando a Liza de mi madre, la que me despertaba cada mañana con 'Cabaret'
Más información
Nacida en el escenario

Por aquel entonces, Liza era sólo una voz (yo no tenía edad para que me admitiesen en el cine) y la imagen de la tapa del disco: el sombrero bombín, la gargantilla, los hombros descubiertos y las largas medias. Pero no hacía falta más. La voz de Liza me decía todo lo que necesitaba saber de la vida, esa mujer que se exhibía como la impúdica Sally Bowles preguntándome si su cuerpo me enloquecía de deseo. Su voz me contaba que la vida era una experiencia única, inefable. Me contaba cuán frágil era el terreno sobre el que erigimos nuestras certezas. Me contaba cuánto duelen los derrumbes, para los que ninguna escuela nos prepara. Y la gloria del instante -porque nunca dura más que un instante- en que nos sobreponemos a la adversidad, convirtiéndonos en la mejor versión de nosotros mismos.

Con el tiempo pude ver Cabaret en el cine. Descubrí que Liza era de esas actrices a quienes no se les quita la vista de encima: tiene los ojos de un niño curioso, la nariz de un sabueso y un mentón retraído, pero hay algo en la insólita combinación de sus rasgos que hipnotiza al espectador cada vez que irrumpe en la pantalla. Como alguien dijo de la Garbo: no es bella por naturaleza, pero es capaz de serlo.

Cabaret me resultó inolvidable por muchas razones (¡cuánto se parecía Berlín en los albores del fascismo a la Argentina de mi infancia, que la dictadura se encargaría de hacer trizas!), pero ninguna más conmovedora que el personaje de Liza: Sally Bowles, aquella chica americana que sueña con ser estrella de cine mientras se pinta las uñas de verde. Sally canta en el Kit Kat Club y vive la vida loca. Queda embarazada pero está claro que no sentará cabeza. Seguirá actuando mientras respire, pagando si es preciso el precio de la soledad: aun cuando sospeche que jamás triunfará en el cine y que los escenarios se volverán más miserables cada vez, porque si la vida es, en efecto, un cabaret, alejarse de escena equivale a morir.

Pronto entendería que Liza era mucho más que Cabaret. Era también un puñado de discos, que nunca eran mejores que cuando estaban registrados en vivo. Era la estrella de la película New York, New York, otra joya construida sobre canciones de Fred Ebb y John Kander, con Martin Scorsese homenajeando a los grandes del género desde la silla de lona del director. Era el corazón batiente de musicales como Liza with a Z y The Act. Era la musa de Freddie Mercury y de Bowie y de Warhol y de Pet Shop Boys. Era una de las figuras que frecuentaban el Studio 54 durante un tiempo de brillos, cocaína y música disco que se transformaría en leyenda, y que hoy nos parece hasta inocente.

Parte del talento de Liza le llegó por vía de la sangre. Es hija de Judy Garland, la inolvidable Dorothy de El mago de Oz, y de Vincente Minnelli, director de algunos de los mejores musicales de la historia (por ejemplo, Un americano en París). Era inevitable que creciese en un mundo de fantasías, como le hubiese ocurrido a cualquiera que tuviese por patio de juegos los estudios de la MGM. Liza debutó en cine a los dos años y medio, en una de las películas de su madre. Y a los siete ya bailaba en el Palace Theater de Nueva York mientras Judy entonaba Swanee. No podía escapar de este linaje ni siquiera entre los toboganes y las hamacas; ella recuerda que cuando la llevaban a un parque de Beverly Hills se entretenía "con las pequeñas Mia Farrow y Candice Bergen, mientras las niñeras inglesas hablaban sobre contratos para películas y hacían pronósticos para determinar cuál de sus empleadores iba a alzarse esta vez con el Oscar". Liza sigue siendo la única ganadora del Oscar (que se llevó en su momento por Cabaret) cuyos padres también ganaron la estatuilla: Judy uno especial por El mago de Oz y Vincente en 1953 por The band wagon y en 1958 por Gigi.

Ni los oscar ni los decorados impidieron que la vida la burilase con golpes secos. Porque mamá Judy era talentosa, pero también era una mujer frágil y atormentada que sucumbiría a las mismas adicciones que durante años la ayudaron a seguir actuando. Y la figura de Minnelli padre determinaría su predilección por los hombres sexualmente ambiguos, más proclives a adorarla como icono que a amarla como mujer. En estos días enfrenta una demanda por 10 millones de dólares que le entabló su último esposo, el promotor de conciertos David Gest, acusándola de haberlo golpeado. Si una mujer de casi 60 años con múltiples operaciones de cadera pudo noquearlo, está claro que Gest necesita el dinero para garantizarse los servicios de un guardaespaldas full time.

Liza se casó muchas veces pero nunca tuvo hijos. Vivió romances con hombres tan vitales y tormentosos como ella: Peter Sellers, Martin Scorsese, Mijaíl Barishnikov. Abusó de las drogas y del alcohol, resurgiendo de sus cenizas una y otra vez. Pasó por los quirófanos con patética frecuencia, para reparar huesos que nunca estuvieron a la altura de su energía. Parecía haber escapado por los pelos del triste fin de su madre, tan sólo para ser alcanzada por el destino de Sally Bowles. La misma Sally anticipa su futuro al cantar Cabaret y recordar a una prostituta de Chelsea que supo ser su amiga. Aun abusando del sexo, de las píldoras y de la bebida, Elsie había vivido una vida tan intensa que al morir se convirtió en "el cadáver más feliz que yo haya visto nunca".

Los dolores profundos producen sombras largas. En algún momento de los noventa, Liza llegó a la Argentina a presentarse en el Luna Park. Para entonces mi madre ya había muerto. Demasiado joven, al igual que Elsie. Pero el cadáver de mi madre, aquella Sally que había sentado cabeza, no parecía feliz.

Como reportero de un diario, me tocó entrevistarla. Le caí en gracia cuando dije que Sinatra destrozaba New York, New York cada vez que abría la boca. Su pareja de entonces, el pianista Billy Stritch, se unió a las carcajadas estentóreas. Me invitaron a verlos después del show. Terminamos cenando en la madrugada, a metros de la avenida Corrientes. Con esos impudores que uno sólo se permite cuando la carga es grande, terminé contándole a Liza de mi madre, la que me despertaba cada mañana con la música de Cabaret, la que había muerto demasiado pronto, la que quiso ser Sally Bowles pero nunca reunió el coraje suficiente.

Vaya a saber uno cuántas imbecilidades oye una estrella de labios de gente conmovida por su arte; Liza debe haber oído millones. Pero aun así se le humedecieron los ojos como a Sally Bowles cuando aborta al crío: con esa humedad que alcanzaría para irrigar el África sahariana. Se levantó de la mesa, dio la vuelta y me abrazó en silencio. Fue un abrazo largo. Mucho. Se lo juro por mi madre. A veces siento que todavía sigo allí, porque en ese sitio todos los dolores duelen menos.

Desde entonces, cada vez que me veo en la necesidad de contar quién es Liza Minnelli recurro a una explicación que considero elocuente. Liza Minnelli es una mujer cuyo talento es tan grande como su corazón.

Y eso, tal como me consta, es mucho decir.

Marcelo Figueras es periodista, escritor y guionista argentino.

Liza Minnelli, en el Royal Albert Hall de Londres en 2002.
Liza Minnelli, en el Royal Albert Hall de Londres en 2002.ASSOCIATED PRESS

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_