Pasarela de cine
En los años dorados del séptimo arte, los diseñadores de vestuario desempeñaron un papel fundamental en la creación de las grandes estrellas. Un recorrido por algunos de los frutos más memorables y curiosos de esta intensa colaboración entre actrices, modistas y estudios cinematográficos.
"Quiero ropas que hagan soñar al público", decía Cecil B. de Mille, "no deseo que en mis películas aparezcan vestidos que uno podría encontrar en una tienda". En la edad dorada de Hollywood, los magnates de la industria entendían que una parte de la magia estaba en el vestuario de las estrellas.
Al hablar de moda y cine, es obligado citar al famoso triunvirato: los diseñadores Adrian, Travis Banton y Orry Kelly. Todos desembarcaron en Hollywood en torno a los años treinta, y llegaron a manejar un presupuesto anual de más de seis millones de dólares. Aunque trabajaron en centenares de filmes, sus historias estuvieron ligadas al nombre de determinadas actrices. En el caso de Orry Kelly, sus principales valedoras fueron Bette Davis (a quien vistió en Jezabel) y Dolores del Río. Katharine Hepburn guardaba de él un recuerdo especial, ya que diseñó el vestuario de su primera obra en Broadway, y lo mismo Shirley McLaine, para quien trabajó en Irma la dulce. También fue el artífice del vestuario de dos películas míticas: Casablanca y Un americano en París, por la que en 1951 recibió el primero de sus cuatro Oscar.
Su colega Adrian no ganó ninguna estatuilla. Pero fue desde 1928 el diseñador estelar de la MGM, y trabajó en casi 200 películas: Historias de Filadelfia, Grand Hotel o La viuda alegre. De todas las diosas de la pantalla a las que vistió, ninguna le marcó como Greta Garbo. Y, aunque nunca se lo dijo a él, la actriz sabía que otro diseñador no hubiese apuntalado tan magistralmente su aura de estrella. En La Dama de las Camelias, Adrian creó un vestuario perfectamente acorde con el espíritu del personaje de Dumas: una cortesana que conserva, a pesar de todo, su pureza interior. Por eso la vistió de blanco inmaculado, un blanco que derivará en gris y luego en negro, cuando la vida de Margarita se vaya apagando en manos del amor y de la tisis.
Y Greta Garbo entendió que podría fiarse siempre del instinto certero de Adrian. Fue el primero que vio en su delgadez extrema un maravilloso recurso y no una amenaza. La liberó de corsés y hombreras, e hizo resaltar su esqueleto con trajes que parecían haber nacido al mismo tiempo que ella. En Ninotchka vistió la metamorfosis de la severa ciudadana soviética deslumbrada finalmente por las costumbres occidentales. En María Waleska la convirtió en una aristócrata con vestidos de gasa que semejaban flotar. Y la divina Garbo hizo de Adrian no sólo su modista preferido (diseñó el vestuario de 17 de sus filmes), sino también su confidente y su amigo. Quiso que él y su amante, Mercedes Acosta, estuviesen en contacto permanente. De hecho, cuando Adrian preparaba los bocetos para vestir a Greta en Mata Hari, escuchó los consejos de la española para algunos de los modelos. La Garbo apareció en la película más sensual que nunca. El idilio entre Greta y Adrian terminó cuando ésta se puso a las órdenes de Cukor para rodar La mujer de las dos caras, y la Metro Goldwyn Mayer tuvo una reunión con el diseñador: quería modernizar la imagen de la Garbo. Adrian se negó: entendía que su aire intemporal era la clave de su magia, del misterio que la hacía única. No podía ni quería vestirla como a las demás mujeres. Se despidió: "Cuando el glamour acaba para Garbo, acaba para mí", dijo antes de dar un portazo. Al saberlo, Greta tuvo un arranque propio de su temperamento: "Siento que te vayas, pero, ¿sabes?, la mayoría de las cosas que hacías para mí ni siquiera me gustaban". No era cierto, por supuesto, pero aquella frase supuso el fin de su relación fraternal. Cuando acabó la película de Cukor, Greta se dio cuenta de por qué Adrian se negaba a hacer lo que le pedían los productores. Su nueva imagen la derrotaba. Se sintió vieja, fea, vulgar. La habían convertido en una mujer igual a las otras. Y Garbo empezó a pensar que había llegado el momento de decir adiós.
En cuanto a Travis Banton, su carrera comenzó en 1917 tras realizar los vestidos para el filme Poppy, de Norma Talmadge, y se consolidó cuando Mary Pickford le pidió que diseñase su vestido de novia para su boda con Douglas Fairbanks. Poco después, la Paramount contrataba sus servicios en exclusiva, y Banton se convertía en el favorito de las grandes actrices de los años veinte: Clara Bow, Pola Negri o Florence Vidor lucieron las creaciones de Banton. En los años treinta, otras bellezas se pusieron en sus manos: Claudette Colbert, Carle Lombard y Marlene Dietrich, a quien podía transformar de sórdida prostituta en gélida mujer fatal. De Banton se decía que, con sólo almorzar con una mujer, era capaz de saber exactamente qué tenía que resaltar en ella.
Fue Travis Banton quien introdujo en Hollywood a Edith Head, que obtuvo su primer Oscar en 1949 por La heredera. Fue ella quien vistió para su primer rol protagonista a una de las reinas de Hollywood: Audrey Hepburn. Cuando William Wyler le dio el papel principal de Vacaciones en Roma, la experiencia de Audrey no pasaba de unos cuantos papeles insustanciales y el de Gigi en la obra teatral basada en la novela homónima de Colette. Pero, tras el estreno, Hollywood se rindió a aquella joven de enormes ojos y delicada figura, y Billy Wilder le ofreció el papel protagonista en Sabrina, junto a Humphrey Bogart y William Holden. Por supuesto, el vestuario quedó en manos de Edith Head, pero teniendo en cuenta que debía haber un antes y un después en la vida de la protagonista del filme, decidieron encargar a un maestro de la alta costura los trajes que iba a lucir la nueva Sabrina. Y llamaron al diseñador de alta costura Hubert de Givenchy.
Es curioso que, cuando se empezó a rodar la película, la joven Hepburn confesaba sentirse acomplejada por su físico. En una época en que Hollywood estaba tomado por féminas explosivas, ella era sólo un delicioso esqueleto de apenas cincuenta kilos. Wilder le dijo con un guiño: "No te preocupes. Vas a hacer que los pechos grandes y las caderas parezcan cosa del pasado". Wilder sabía que el encanto de aquella chica iba a hacer olvidar sus escaseces. Edith Head, también. Por eso creó para la Sabrina adolescente un look basado en pantalones pitillo, jersey y bailarinas. Al verla, los espectadores sabían que la chiquilla que suspiraba contemplando la fiesta iba a convertirse en una exquisita mujer de mundo. Y era ahí donde entraba Hubert de Givenchy. Dicen que, al saludarse, entre él y Audrey saltó la chispa: "Nos entendimos nada más vernos", dijo el diseñador. Y aquella película supuso el inicio de una larguísima relación entre el diseñador y la actriz, que confesaría una vez: "Dependo de Givenchy tanto como las americanas dependen de su psiquiatra". Para ella crearía los vestidos de Charada, Encuentro en París y, por supuesto, de Desayuno con diamantes.
Aunque Audrey hizo de Givenchy su diseñador fetiche, otros trabajaron con ella en diferentes filmes. María de Matteis la convirtió en la Natacha de Guerra y Paz, de King Vidor, y una pléyade de estrellas del diseño de finales de los años sesenta (entre ellas, Mary Quant y Paco Rabanne) se pusieron a su servicio en Dos en la carretera. Un caso aparte es el del genial Cecil Beaton, autor del vestuario y la escenografía de My Fair Lady. Para Eliza Doolittle, que en manos del profesor Higgins pasará de ser una florista a una espléndida dama de sociedad, Beaton ideó una batería de trajes espectaculares, algunos de ellos inspirados en creaciones de quien era, a principios del siglo XX, el tirano de la alta costura: Paul Poiret. Poiret, por cierto, fue responsable del vestuario de Sarah Bernhardt en la película La reine Elizabeth, rodada en 1912. Con sus diseños para My Fair Lady, el fotógrafo Beaton consiguió su segundo Oscar al mejor vestuario. El primero le había llegado seis años antes con Gigi: el papel que había puesto a Audrey Hepburn en el camino de Hollywood.
En cuanto a Edith Head, la primera diseñadora que vistió a Hepburn en un papel protagonista, ha pasado por derecho propio a la historia de Hollywood. Se encargó del vestuario de 500 películas, y obtuvo siete Oscar y 33 nominaciones. Adorada por Liz Taylor, para quien diseñó tres vestidos de novia, fue la creadora fetiche de Alfred Hitchcock. La colaboración entre ambos se inició en La ventana indiscreta. Ya entonces el director se había ganado una justa fama de maniático perfeccionista en materia de vestidos, pero Head y él se entendieron a la perfección. Fue Edith quien consiguió dar el toque de gracia a Tippi Hedren en Marnie, la ladrona, preparando un vestuario perfecto para una cleptómana frígida. Cuando leyó el guión de De entre los muertos, sugirió para Kim Novak una serie de rígidos trajes de chaqueta en colores neutros y sombreros que resaltasen el cabello rubio y la piel blanca de la actriz. Pero con ninguna estrella se llevó tan bien como con Grace Kelly. La futura princesa de Mónaco ya había discutido con Hitchcock en cuestiones de vestuario cuando, al rodar Crimen perfecto, el director estaba empeñado en que la protagonista acudiese a contestar la famosa llamada de teléfono embutida en un vestido rojo. Kelly le convenció para cambiar el vestido por una bata encima de un camisón. Así vestida, Grace sufre el asalto de un intruso al que asesina tras unos segundos de lucha. Su atuendo dio a la escena un erotismo soterrado que ni siquiera Hitchcock había podido anticipar.
Grace Kelly fue también soberbiamente vestida por otra diseñadora legendaria: Helen Rose, que creó los vestidos de princesa que Grace lució en una película profética, El cisne, y en su último filme, Alta sociedad. Fue también la diseñadora de su traje de novia, elaborado con un encaje de cien años de antigüedad que compró a un museo. Aquel vestido fue el secreto más celosamente guardado de la Metro, y viajó de América a Mónaco en un baúl parecido a un ataúd para esquivar la curiosidad de los paparazzi.
Diseñadores como Edith Head o Givenchy se asociaban a la imagen de actrices de elegante belleza, pero las chicas más explosivas de Hollywood también contaron con diseñadores especializados en realzar curvas y acentuar su lado más sexy. El nombre de William Travilla irá siempre unido al de Marilyn Monroe, para quien diseñó el vestuario de ocho películas. La relación de Monroe y Travilla trascendió a la pantalla, y fueron amantes durante un tiempo, y amigos, toda la vida. Una de sus cuatro nominaciones al Oscar la obtuvo por Cómo casarse con un millonario, aunque probablemente ninguno de los modelos que creó para Marilyn fue tantas veces fotografiado como el vestido blanco cuya falda levantaba el aire del metro de Nueva York en La tentación vive arriba. Travilla había dado muchas vueltas a aquel vestido: "Quería que Marilyn pareciese limpia y fresca en medio del calor de Nueva York, pero también bonita, divertida, inocente, casi ajena a su atractivo". Él decía siempre que los vestidos que diseñaba para la actriz "eran un acto de amor", y así lo entendió ella, que le regaló una reproducción de su famoso desnudo sobre terciopelo rojo con la frase "Te adoro. Vísteme siempre".
Sin embargo, uno de los más famosos trajes de Marilyn, el que vestía cuando cantó a Kennedy el celebérrimo Happy birthday, fue obra de otro experto en símbolos sexuales: Jean Louis, que pasará a la historia por el traje negro que llevaba Rita Hayworth en Gilda. Aquel modelo estaba inspirado en un cuadro de John Singer Sargent, Madame X, y volvió locos a los hombres de medio mundo. Jean Louis trabajó también para Rita en La dama de Shanghai y obtuvo un Oscar por el vestuario de Un Cadillac de oro macizo, y 14 nominaciones. Una de ellas la mereció por Ha nacido una estrella, donde trabajó en colaboración con otra grande de la aguja e hilo: Irene Sharaff. Sharaff ganó cinco Oscar, dos de ellos por su trabajo en películas protagonizadas por Elizabeth Taylor: Cleopatra y ¿Quién teme a Virginia Woolf?, aunque Hollywood la recuerda también por sus diseños en Hello, Dolly y West side story.
Además de Givenchy, otros genios de la alta costura fueron seducidos por el canto de sirenas del cine. Pierre Balmain trabajó en 17 filmes, y Christian Dior obtuvo un Oscar por los vestidos de Estación Termini. Tampoco Coco Chanel fue insensible a la llamada de la gran pantalla. A principios de los años treinta, Coco necesitaba pasar un tiempo lejos de París, y Samuel Goldwyn le ofreció un millón de dólares por trasladarse a Hollywood para trabajar como asesora de vestuario de la MGM. Además, debería vestir dentro y fuera de la pantalla a cuatro estrellas de la Metro: Norma Talmadge, Ina Claire, Lily Damita y Gloria Swanson, para quien confeccionó los vestidos de Esta noche o nunca. Cuando, unos días antes de empezar el rodaje, la Swanson hizo la prueba definitiva de sus vestidos, Chanel notó que había engordado, y habló con la actriz: "Deje de atiborrarse, o ninguno de estos trajes le servirá". La joven estalló en lágrimas antes de confesar a Coco que estaba embarazada, y que nadie debía saberlo hasta el final de la película. La diseñadora ideó entonces un complicado sistema de fajas elásticas para adaptar a cada modelo y disimular así el estado de la señorita Swanson.
La aventura americana de Chanel no acabó demasiado bien. Las actrices estaban acostumbradas a que los diseñadores les rindieran pleitesía y se plegasen a sus caprichos, y mademoiselle Chanel no había nacido para aguantar bobadas de nadie, ni siquiera de las estrellas. Además, Hollywood no estaba preparado para el estilo Chanel, para sus trajes de chaqueta y la elegante austeridad de sus vestidos. Querían diseños más chillones, complementos más llamativos y prendas más recargadas. Tenían su parte de razón: el cine en blanco y negro debía escapar de la simplicidad. En este sentido, como en tantos otros, Coco fue una visionaria: poco después, el color haría necesaria la austeridad que ella intentó llevar a los platós de la MGM.
Aunque la colaboración con la Metro duró apenas dos años, Coco volvió a trabajar en el cine, cuando Lucchino Visconti puso en sus manos a la joven y dulce Romy Schneider, que iba a protagonizar Bocaccio 70. El italiano y Chanel decidieron que había llegado el momento de que la alemana dejase de ser Sissi. Unas cuantas jornadas de trabajo junto a Chanel y Visconti, y Romy ya nada tenía que ver con una trasnochada princesa austriaca. Chanel (que en esa época haría también el vestuario para El año pasado en Marienbad, de Alain Resnais) se convirtió en el pigmalión de Schneider. Su confianza en mademoiselle era tanta, que consintió en que convirtiese un espectacular abrigo de visón que acababa de regalarle Visconti en el forro de una simple gabardina. Fue un acto de fe que hoy quizá no podría repetirse.
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