Una aflicción gratificante
Mi padre presumía de haber sido el primero en fabricar un bisturí eléctrico en España. Lo recuerdo inclinado sobre la mesa del taller, efectuando cortes con aquel bisturí en un filete de vaca, sorprendido por la precisión y la limpieza del corte. No olvidaré nunca el momento en el que se volvió hacia mí para pronunciar aquella frase fundacional:
-Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento mismo de producirla.
Los tiempos eran difíciles y mi madre no tardaría en prohibirle desperdiciar los filetes de carne en aquellos experimentos. Empezó a trabajar entonces sobre rodajas de patatas, pero se cansó en seguida. Nada como la textura de la carne -decía él-, excepto -añado yo- la textura de la página.
Cuando escribo a mano, me parezco un poco a mi padre en el acto de probar aquel bisturí eléctrico. De hecho, suelo trabajar con un Bic negro, punta fina, cuya bola abre en la superficie de la página pequeñas llagas con las formas del alfabeto. Sueño con una escritura que me hiera y me cure al mismo tiempo. Aquella unión de contrarios descubierta entonces me ha perseguido siempre porque intuí que metaforizaba un hecho que se da en todos los momentos decisivos. Así, el castigo de mamá duele y tranquiliza a la vez. El matrimonio nos libera al mismo tiempo que nos ata. Los hijos nos hacen felices, pero nos quitan el sueño. La vida nos causa la muerte. La historia de la literatura, por su parte, está llena de personajes que recuperan la razón en el momento mismo de perderla. Y en nuestra cultura, desde Tiresias hasta el patético Clemente, los videntes, sin excepción, son ciegos. ¿Qué no daríamos, pues, por descubrir una lotería que nos hiciera simultáneamente ricos y pobres, de manera que quedáramos inmunizados contra las dos adversidades? ¿O por un premio periodístico que nos afligiera en el momento mismo de gratificarnos?
Toda conquista trascendental, en fin, procede de la unión de contrarios. Supe que este premio era importante porque al recibir la noticia de que me lo habían otorgado me invadieron dos sentimientos antagónicos, uno de desasosiego y otro de alivio: el primero, que fue el encargado de abrir la herida, al pensar que se habían equivocado; el segundo, que la cauterizó, al comprobar que el jurado no se había dado cuenta del error. No se me ocurre otra forma de agradecerlo, y de honrar a la vez la memoria de Francisco Cerecedo, que comprometerme a continuar escribiendo hasta merecer, si no el premio, la cicatriz que lo evoca. Muchas gracias.
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