Memorias del mundo
Procedo del Brasil y reverencio la majestad de la lengua portuguesa. En este idioma saludo a Dios y a los hombres. Mi letanía diaria es celebrar las leyendas de mi casa gallega, de mi país, de toda la tierra que aspiro a conocer. La condición humana me obliga a retornar siempre a los lugares de donde partí, aunque jamás los hubiera visitado. Mi repertorio está compuesto de memorias del mundo. En compañía de todos, sin exclusión, conmemoro las emociones que me ciegan y me permiten reconocer el precipicio humano. Asumo mi modestia y agradezco a los genios que me dieron razones para proseguir. Acojo en el corazón a los que me infiltraron la incredulidad indispensable para tener fe. A los aedos, los amautas, los chamanes, a Homero, a Cervantes, a Shakespeare, a Camões, a Machado de Assis. A los seres de la ilusión y de la oralidad. Yo les rindo culto y ellos me deben la inmortalidad.
Expresamos nuestra inconformidad con un orden que bendice la abundancia
El desfile de la vida, que es carnívora y transitoria, no ahuyentó la fantasía sustentada por las volutas de las catedrales, por el delirio musical de la muerte y transfiguración de Isolda, por los filtros del amor y del desespero de las Américas, por la sinrazón irónica del Quijote. La imaginación de los seres, en su continuo respirar, es una conmovedora secuencia narrativa. Es la carta de las grandes navegaciones a cielo abierto. Nos hace cómplices de todas las culturas, de todos los siglos, de sentimientos soterrados o a flor de piel. Nos induce a restaurar las ruinas arqueológicas, en el ansia de escenificar el paraíso perdido.
En nuestra condición de errantes goliardos, empuñamos el verbo y la lujuria, experimentamos el sabor de las lenguas de Babel, esa argamasa poética que se ubica en la franja entre lo sagrado y lo profano. Confiados siempre en que la quimera está al alcance de todos. Y aunque la modernidad se burle de la credulidad, el sueño irradia el placer de la carne y del espíritu.
El sol de las Américas, no obstante, es bienhechor. Una metáfora que antecede al discurso del mestizaje, y lo ampara. En este feudo americano estamos hechos de las sobras humanas. A lo largo de sus cantos fúnebres y epifánicos se depositó en la palabra la centella de la poesía, la visión transformadora que expresa el palimpsesto de nuestros rostros y recoge el pasado y los días por venir. En algún lugar de este cuerpo iberoamericano se resguarda el recuerdo de los pueblos oriundos de castas monoteístas y panteístas. De herencia griega, latina, ibérica, árabe, indígena, africana, su cultura, fáustica y dispersa, traduce una singular manera de relacionarse con el mundo, de lanzarse a alegorías exaltadas, de sumergirse en las utopías que otrora traicionaron a tantas generaciones. De interrogar pensamiento y acción, enigmas y el poliedro de la luz, las nociones lacerantes de la pasión desmedida.
También yo, circunscrita a la seducción universal, sólo supero los dominios de mi ser al cuestionar de qué ancestralidad se forma mi psique, que llora ante el recuerdo de Príamo, rey de Troya, arrodillado frente a Aquiles, suplicándole la devolución de los despojos mortales de Héctor, el hijo amado. Este simple hecho asegurándome que, gracias a la liberalidad del conocimiento, me modernizo, me atrevo a la exégesis, pleiteo rastros híbridos que me proyectan a tiempos inmemoriales. Así pues, como fruto de este caos civilizador ostento la máscara trágica de Agamenón y el coraje cívico de Antígona. Seres emblemáticos, ellos circulan por la conciencia moderna. Y, bajo el arbitrio de tales memorias, libero las amarras de la sangre y de la intolerancia, defiendo la antropofagia cultural que mastica los productos humanos y las especias del corazón.
Brasil, adonde ustedes fueron a buscarme, se rodea de marcas que le confieren una dimensión simbólica. Cierto es que vivimos distantes del epicentro cosmopolita, pero también somos partícipes de los sinos y las aventuras contemporáneas. Con igual severidad, registramos la apología del mal en nombre de la salvaguardia del alma, la ascensión de la barbarie, la creciente palidez de los tan amenazados principios humanísticos. En el ansia, sin embargo, de fertilizar el presente y tornarlo más solidario, expresamos nuestra inconformidad con un orden que, bajo el pretexto de defender falsas premisas, inmola inocentes, bendice la abundancia para algunos a cambio del sacrificio de la mayoría.
Nos batimos contra aquellos profetas que, esgrimiendo el sentimiento de la inmortalidad, de la insensatez, de la intolerancia, desprecian la alteridad, expurgan al opositor, aíslan a los que amenazan empobrecer, rechazan las diferencias étnicas, lingüísticas, estéticas, teológicas. Como si, habiéndoseles dado el privilegio de inaugurar una sociedad a su medida, no respetaran el estatuto de la vida.
La materia del arte resiste las crisis que asolan las civilizaciones y rechaza acuerdos previos para existir. A fin de cuentas, hecho de asombros, el arte nace de nuestro humanismo. También Iberoamérica siente atracción por la perplejidad, por la magnitud de lo real, por el redimensionamiento de la imaginación, tiene apetito por el ilusorio arte de narrar. Ante la vastedad del continente, todo en este discurso americano actualiza la realidad, busca dar palabra al pensamiento, hace hablar al corazón. El soplo de la epopeya rastrea la sustancia arqueológica de su fabulación. Y son estos andamios fundacionales de su literatura los que expresan la tradición del ahora y del futuro. Impulsa una escritura insubordinada que sobrepasa lo meramente mimético. Y que, a pesar de los caprichos de la modernidad, abarca la verdad narrativa que se funde con el misterio de la invención.
Extracto del discurso de Nélida Piñon.
Babelia
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