Ibarrola se refugia en Ávila
El artista vasco, amenazado en su tierra, traslada su trabajo a las rocas de una finca abulense. "Allí tengo que luchar por la libertad para pintar. Aquí sólo lucho con la pintura", asegura
Agustín Ibarrola empezó a pintar a los 10 años en un peñasco. Por entonces trabajaba, por la comida, de criado y cuando se aburría demasiado se escapaba al cercano monte de Orozco (Vizcaya). Allí, con polvillo de ladrillos blancos dibujaba, guiado por la pura intuición, las siluetas de los animales que tenía a mano: vacas, caballos, gallinas... "No tenía con quién hablar, necesitaba comunicarme y lo hacía como mejor sabía: con la pintura". Han pasado 65 años y con una carrera artística internacionalmente reconocida a su espalda, Ibarrola vuelve a hacer lo mismo: pinta en las rocas. Aunque ahora, harto de servir de presa a los proetarras del País Vasco, donde vive con escolta, y de sentirse ninguneado y despreciado por el Gobierno nacionalista de su tierra por no ser nacionalista, el pintor se ha refugiado en otro monte: en un paraíso de encinas, frío, tomillo y granito situado a 16 kilómetros de Ávila.
El pintor quiere construir en Ávila una fundación para albergar su obra
"Me enamoré de este lugar, de su luz, de su pasado celta"
Se levanta pronto, desayuna, se cala su boina, coge las pinturas y sale al campo
Aquí, en una finca denominada Garoza de Bracamonte, cedida generosamente por su amigo, el editor y experto en arte Alfredo Melgar, Ibarrola ha pasado el verano y el otoño alojado junto a su mujer, Mari Luz, en la casa de los guardeses. Rechazaron la invitación de Melgar de instalarse en la vivienda principal, un precioso caserón de piedra, porque les iba "grande". El viernes, la pareja, ante la llegada del invierno, partía "a casa", al caserío de Oma, en Kortezubi (Vizcaya). Con la primavera, volverán.
Y volverá la rutina que ha conformado la vida de este artista en este monte lejos de todo. En Garoza de Bracamonte se levanta pronto, desayuna, se cala su boina, se calza unas zapatillas de deporte blancas manchadas de mil colores, coge las brochas, los botes de kilo de Titanlux, una ligera escalera de aluminio y sale al campo. A ver las piedras. Las rocas. A palparlas. A esperar que le hablen, y le revelen su forma. A pintarlas. Su mujer le acompaña siempre: le sube en coche porque el pintor no conduce, le espera durante toda la mañana y toda la tarde en silencio, cerca de él. Un día y otro día. "Los que provenimos de familias obreras tenemos arraigado un sentido de la disciplina, un amor por el trabajo bien hecho", explica.
Así, mientras Mari Luz lee o pasea (o baja al súper de Ávila a comprar), Ibarrola va descubriendo que una de las enormes lajas graníticas esconde un horizonte y la llena de pájaros blancos y negros, o encuentra en otra roca un verraco adormecido que pugna por mostrarse y salir coloreado de verde, rojo y amarillo.
O un coño. "Las grietas de esta roca", las muestra con el paraguas, muy serio, "forman un coño, por eso me he limitado a resaltarlo. Es el origen de la vida". Tres flechas blancas, como tres marcas de ruta de senderista, apuntan a las grietas en cuestión.En otra roca, el pintor se ha limitado a perfilar delicadamente de blanco los bordes de una de las paredes, moldeada durante años por la lluvia y el viento. La forma recuerda una tela de encaje. "Es un primor. El mérito consiste, simplemente, en descubrir el trabajo que ha hecho la naturaleza", sostiene Ibarrola.
Hace un año, Melgar supo de los apuros de Ibarrola en el País Vasco para trabajar. "Yo le conocía la chapela de verle en las manifestaciones de ¡Basta ya! [Plataforma ciudadana contra el terrorismo], porque siempre me ponía detrás de él", recuerda Melgar, que el viernes se acercó a Ávila para despedir al artista.
Estos apuros vienen de lejos. En mayo de 2000, el bosque pintado de Oma, una de las obras emblemáticas de Ibarrola, fue ultrajado por radicales abertzales. Los proetarras destrozaron la pintura de cerca de 80 árboles y talaron dos. En el cartel de entrada pintaron lo siguiente: "Ibarrola, facha de honor". Un adjetivo miserable para quien pasó años en la cárcel por comunista y opositor al régimen de Franco.
No acabó ahí el acoso: posteriormente, alguien intentó incendiar el almacén que guarda, en un polígono industrial de Gernika, los miles de óleos, esculturas y grabados que conforman el grueso de la obra del artista. "Mis amigos vascos, convencidos de que lo mejor era hacer una fundación que se encargara de acoger mi obra, dejaron caer la idea ante el Gobierno Vasco. Y me dicen que sintieron que se cachondeaban de ellos", explica.
Y Melgar, cuya familia posee desde hace más de 300 años esta finca de 30 hectáreas en el término municipal de Muñogalindo, ofreció al artista el terreno para levantar ahí esa fundación, que contará con edificios-museo que contengan los fondos del pintor. La idea era que el artista, además, pintara las rocas del entorno.
"Me enamoré de este lugar, de esta luz que cambia tanto a lo largo del día, de la arenisca que cae del granito, del pasado celta de estos montes, de la historia de miles de años que albergan, porque a mí no me gusta partir de cero", dice.
Y en verano se puso a trabajar con el tesón y la disciplina propios del hijo de obrero; con la ilusión de un niño de 10 años que pinta por primera vez un caballo en un pedrusco. Mientras tanto, Melgar, y otros amigos de Ibarrola, de distintas ideologías, han dado los primeros pasos para recaudar los seis millones de euros que costará levantar la fundación.
Ya hay una veintena de piedras pintadas. A veces, a sus 75 años, este hombre delgado, sencillo y simpático, se ha jugado el tipo subiéndose a la escalera a fin de alcanzar la cúspide de una roca de más de cinco metros. En otras ocasiones ha tenido que pintar en cuclillas o tumbado cerca de una madriguera de conejos. Pero él se encoge de hombros cuando se le mencionan las dificultades de trabajar al aire libre y compone una gran sonrisa debajo de su chapela: "Nunca he sido un señorito. Y ahora tampoco. No se trata sólo de pintar la roca. Sino de que con esa pintura, la roca ilumine el resto del paisaje".
El viernes, Mari Luz empaquetaba las cosas. Miraba al cielo gris por si se desplomaba una tormenta antes de salir de viaje. Hay también ciertos trámites que cumplir; avisar, por ejemplo, a los escoltas que les protegen en Vizcaya. Ibarrola, a pesar de esto, recuerda que se marchan no sólo por el frío: "Yo soy vasco y necesito estar en mi tierra, soy muy perezoso para dejar mi casa".
Porque el artista, en Ávila, echa de menos su tierra. Pero en su caserío echará de menos otra cosa: "Allí tengo que luchar para conseguir una libertad que permita crear. Aquí sólo lucho con la pintura. Por eso lo de allí me cansa tanto y aquí estoy tan tranquilo". Llenan el coche de maletas, pero también de bocetos, de dibujos e ideas esbozadas con las que Ibarrola trabajará en su caserío. En primavera, las trasladará a las piedras de Ávila.
Melgar e Ibarrola dieron después el último paseo por el monte. El editor y promotor de la fundación aseguraba que ya cuentan con instituciones interesadas en aportar los seis millones de euros necesarios para ponerla en marcha. Ibarrola le escucha, pero se para después para fijarse en unas setas: "Tienen el mismo color que la piedra que las rodea", dice. Melgar le observa después trepar a una roca para observar una perspectiva diferente del paisaje. Su respeto por el artista sólo es comparable al agradecimiento de éste hacia el hombre capaz de cederle la finca de sus antepasados para que siga trabajando.
"No sólo es un gran artista", dice Melgar. "Es también un gran hombre. Valiente. Porque él no buscó el problema en el País Vasco, sino que el problema del nacionalismo y de ETA fue hacia él. Pero se mantuvo en su sitio. No se ha rendido".
Y el mecenas se queda mirando con una admiración inacabable a este viejo que sabe mantenerse vivo y firme. Tan firme y tan vivo como las rocas que pinta.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.