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Reivindicación práctica de Sancho Panza

No era necesario el cuarto centenario de la publicación de El Quijote de La Mancha (1605-2005) para caer en la cuenta de que no hay justicia en este mundo, ni para advertir que Sancho Panza no goza de buena prensa. Pero las conmemoraciones que se han sucedido este año han hecho más patentes estas dolorosas verdades.

En efecto, mientras nadamos entre artículos, discursos, conferencias, discos y filmes dedicados al Caballero de la Triste Figura, poca o ninguna atención ha recibido su abnegado escudero, como si la sombra alargada de uno se hubiera sobrepuesto sobre la silueta rechoncha del otro, hasta ocultarla por completo.

El fenómeno no es nuevo y siempre ha sido más fácil y tentador alabar el generoso idealismo del Quijote, sus locos proyectos, su enamoramiento fiel y abstracto, que detenerse a calibrar los valores que representa y los mensajes que nos envía su pedestre acompañante. Sin embargo, hay algo injusto y un pelín maniqueo en este desequilibrio, donde todas las virtudes exaltantes están de un lado, olvidando que para que prosperaran era necesaria una presencia que fuera su reverso y equilibrio.

Así fue como se llegaron a extremos en los que el Quijote era alternativamente platónico, liberal, valiente, soñador, de izquierdas, altruista y generoso, mientras que su escudero era -a gusto del consumidor- materialista, de derechas, cobarde, sórdido, oscurantista y egoistón. Pero, si bien miramos, ¿es tan así? Vale la pena plantearse la pregunta junto con otra complementaria, ¿qué nos enseña Sancho Panza 400 años después de haberse topado con su paupérrimo señor?

En primer lugar, reivindiquemos la validez del ejercicio, por absurdo que parezca: si todos somos un poco Quijotes y Sanchos, convengamos que tenemos más del segundo que del primero, y que nos cruzamos con más frecuencia con Sanchos que con Quijotes. Pero además, no existen el uno sin el otro, por lo cual éste es un ejercicio de elemental justicia.

En el universo de estadísticas, abstracciones y modelos en que estamos sumergidos, leer el Quijote prestando especial atención a Sancho Panza nos acerca al hombre de pueblo, desprovisto de cultura libresca, con los amores, temores y pequeñas ambiciones propias de un campesino preocupado por su familia y su solar, no por la suerte de la Humanidad. Y lo que Cervantes nos envía a través suyo es una señal de atención y respeto por los afanes cotidianos y terrenales de los seres humanos; también nos invita a acatar el reino de la necesidad y de la escasez, de lo limitado y constreñido, por oposición al reino del Quijote, que es el de la voluntad, la imaginación y la indiferencia a los límites.

Si el Quijote puede inspirar nuestra acción, Sancho Panza representa nuestro objetivo, porque encarna ese prójimo a cuya felicidad y bienestar pretendemos contribuir. Su primer mensaje es, pues, simplemente de fresca humanidad: está infinitamente más cerca del común de los mortales que su afiebrado señor. En el mundo, al fin y al cabo, hay más escuderos que caballeros. Pero como en toda gran novela y como en la vida misma, las cosas no son simples ni como aparentan: detrás de la figura simpática y regordeta, corta de entendederas, vulgar en el cabal sentido de la palabra, hay más repliegues, sabiduría y enseñanzas que lo que una primera lectura podría desvelar.

El Quijote persigue gloria, justicia y el amor de su abstracta Dulcinea; Sancho, aparentemente es incapaz de tan sublimes alturas, pero a la hora de ayudar y amar al prójimo supera de lejos a su señor, lo quiere y cuida concretamente, como hace con su familia, vecinos y animales. A veces es más fácil -parece decirnos Cervantes- perseguir una idea generosa e irrealizable que servir al prójimo en sus concretas aspiraciones. También nos recuerda que a menudo lo mejor es enemigo de lo bueno, y que pequeños gestos puntuales pueden cambiar más la vida de la gente que grandiosos diseños.

Se ha tachado a Sancho de cobarde por su reticencia a embarcarse en combates audaces: pero ¿no es a veces más sabio evitar batallas imposibles de ganar que embarcarse en líos inútiles? Hay algo señoritil y condescendiente en esa censura al hombre de pueblo que por instinto desconfía de los poderosos y de los de paraísos terrenales por estar, simplemente, demasiado preocupado por su parcela y quienes viven de ella. ¿Dónde está la línea que separa la audacia de la intrepidez, la valentía de la inconsciencia, la cobardía de la prudencia? Esa línea nunca es gruesa y siempre zigzagueante, como lo aprendió a palos y porrazos el propio Don Quijote de La Mancha.

Sancho es pobre, humilde, modesto, pero toda su vida evidencia una envidiable capacidad para gozar y disfrutar de la existencia que no encontramos en su señor, una frescura y una disposición para acoger las peripecias vitales, aún las más adversas, con buen talante. Su mesa es modesta, pero ¡cómo disfruta una olla podrida o un simple vino tinto! Sancho sabe reír a carcajadas, y lo hace de todos, empezando por él mismo y terminando por su revererenciado señor.

No caigamos tampoco en la tentación de idealizar a un Sancho, sano hombre de pueblo sin defectos ni errores: es humano, más quizás que su señor, y por lo tanto, vulnerable y débil. Pocos pasajes ilustran mejor esta cara de Sancho que su fugaz experiencia de mando, cuando asume el cargo de gobernador de Barataria, que acepta por vanidad, sin estar preparado para ello. Se deja embaucar por signos exteriores y luego advierte que aquello no es lo suyo, que su felicidad está en el contacto directo con los demás, no en el manejo de complejas intrigas.

En definitiva, la vida de Sancho Panza se nos aparece como un llamado a valorar lo concreto, a preservar espacios para disfrutes simples y alegrías elementales, un valorar y temer los atributos del poder, pero, por encima de todo, como un himno a la fidelidad: a sí mismo, a los suyos y a su amo, a quien sirve y quiere con una lucidez sólo comparable con su ternura ("le quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle por más disparates que haga"). El Quijote nos parece más digno de admiración, pero Sancho nos resulta más querible, porque lo sabemos, lo sentimos, más cercano. Sin él no habría Quijote ni quijotadas.

Santiago Real de Azúa es jefe de prensa del Banco Interamericano de Desarrollo.

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