Hacerse rico es glorioso
Pocas veces tiene uno en la vida la oportunidad de asistir al fascinante espectáculo del desarrollo económico manifestándose en todas sus dimensiones, con las mejoras rápidas de calidad de vida que produce, pero también con las desigualdades, desarraigos y desencantos que origina. Es decir, contemplar una de esas fases de la vida de las sociedades en las que el crecimiento económico genera verdaderas revoluciones en las pautas de conducta, costumbres y valores, tanto individuales como familiares y sociales. Así como profundos cambios políticos y culturales.
Sucedió a finales del siglo XIX, con la aparición de las máquinas y las grandes fábricas manufactureras, con el surgimiento de la sociedad industrial y con la implantación de la democracia política moderna en Occidente. Sucedió también en Europa después de la II Guerra Mundial, con el impulso que experimentó el crecimiento económico y con la creación del Estado de bienestar moderno. Más recientemente, los españoles que tenemos más de 50 años lo pudimos experimentar durante los felices sesenta, cuando la economía creció a tasas chinas cercanas al 10% anual durante casi una década, y cuando se produjo la emigración masiva del campo a la ciudad. La sociedad española mudó totalmente su piel, sus costumbres y sus valores, e hizo su aparición una clase media que posteriormente favoreció el cambio político democrático.
Si uno quiere ver hoy en directo ese espectáculo del desarrollo y contemplar sus efectos sobre los comportamientos individuales y sociales tiene que ir a China. El espectáculo es fascinante. Se puede ver como conviven las tecnologías más avanzadas del siglo XXI con las de 1.000 años atrás. Es como ver las diferentes capas geológicas del desarrollo tecnológico, económico y social de la humanidad conviviendo de forma simultánea en el mismo momento y lugar. Por otro lado, pocas veces es posible contemplar los efectos de migraciones de más de 200 millones de personas desde el campo a las ciudades en tan corto espacio de unos años. Nunca antes había ocurrido en ninguna parte. Además, ese proceso mantendrá su intensidad en los próximos 10 años, en los que se espera que otros 200 millones de personas abandonen las zonas rurales. El impacto para las ciudades y los servicios públicos es ya visible, y en muchos casos desastroso para el patrimonio urbanístico y cultural heredado. Y también para millones de habitantes de las ciudades, que son trasladados forzosos a las nuevas ciudades satélite que se están construyendo.
Pero, por otro lado, las clases medias crecen de forma rápida. Además, se estima que ya hay más del 6% o 7% de chinos multimillonarios. Es decir, unos 80 millones, el doble que los españoles. Los indicadores más visibles de ese cambio social son la evolución del mercado inmobiliario, el crecimiento anual del parque automovilístico y la congestión del tráfico en las ciudades. Recuerdo que hace años el profesor Estapé nos decía que una forma de comprender el cambio que había experimentado la sociedad española en sólo una década era tener en cuenta que el problema de los españoles a principios de los años sesenta era tener un seiscientos, mientras que 10 años más tarde el problema era dónde aparcarlo. Lo he recordado ahora viendo la pasión de los chinos por tener un coche (las bicicletas y las motos van desapareciendo de forma acelerada de las ciudades, y en algunos casos están prohibidas), con la diferencia no despreciable de que allí son 1.300 millones de personas persiguiendo ese deseo.
Es verdad que continúa habiendo 900 millones de pobres. Pero la experiencia del desarrollo nos dice que la tolerancia de una sociedad hacia la desigualdad en la distribución de la renta puede ser elevada siempre y cuando las personas tengan la expectativa de que con su trabajo y esfuerzo acabarán mejorando su condición material y la de sus hijos. Así sucedió en España en los años sesenta. Y así creo que está ocurriendo ahora en China. Las enormes desigualdades no tienen por qué frenar el crecimiento, al menos mientras la mayoría de los chinos sigan pensando que viven en un país de oportunidades para todos.
¿Por qué China se ha desperezado en los últimos 20 años después de siglos de adormecimiento? Durante años los historiadores del desarrollo se planteaban la paradoja de que mientras China estaba paralizada desde hacía siglos, los chinos era una de las minorías más emprendedoras fuera de su país. Si eran emprendedores fuera, la parálisis interna sólo podía responder a las restricciones políticas e institucionales que tenían en su propio país.
Eso comenzó a cambiar a finales de los años setenta, cuando, a regañadientes, Mao Zedong -como consecuencia del gran salto hacia atrás que significó su intento de Gran Salto Adelante (que entre otros desastres causó la muerte por hambruna de más de 30 millones de personas, la mayor que se recuerda en la historia)- cedió el poder a un grupo de dirigentes más pragmáticos. Fue entonces, en 1978, cuando Deng Xiaoping dijo aquello de que "da igual que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones" (que, como recordarán, fue utilizada después por Felipe González para justificar su política de ajuste y liberalización de 1983), y proclamó aquello de que "enriquecerse es glorioso". Era lo que esperaban los chinos para ponerse a trabajar como chinos e intentar mejorar sus condiciones de vida.
En realidad, lo que hizo Deng Xiaoping fue tomar en consideración la premisa psicológica fundamental del comportamiento humano, expuesta originalmente por Adam Smith, consistente en que, ante la más mínima oportunidad que se le dé, todo ser humano hará todo lo posible para mejorar su situación material y la de los suyos. Si, además, estas ventanas de libertad personal para mejorar coinciden con una fase de fuerte cambio tecnológico, que trae nuevas oportunidades para los países que saben aprovecharlo, tenemos las claves del éxito de la China actual.
¿Podrá China seguir manteniendo los ritmos actuales de crecimiento? ¿No acabarán los desequilibrios económicos y urbanos y los conflictos sociales bloqueándolo? ¿Vendrá la democracia después del crecimiento? En todo caso, ¿cómo hemos de ver los españoles la emergencia de China, como amenaza o como oportunidad? De todo ello, si Dios lo permite y el Estatut no lo impide, hablaremos en próximos artículos.
d de Barcelona.
Antón Costas es catedrático de Política Económica en la Universida
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