Gordos y más gordos
Por mucho que el Gordo de Navidad sea durante esos días un objeto descarado del deseo, hay que admitir que los gordos no suelen tener muy buena prensa. La cosa empieza ya de pequeños, en el colegio, donde los gordos suelen ser objeto de chanza y de burla, tal como recuerda Jesús Ruiz Mantilla en su divertida novela recién publicada, titulada simplemente Gordo (RBA). En ella asistimos a las tribulaciones de un crítico gastronómico, álter ego del autor, que lleva el sobrepeso con un humor a prueba de todas las calorías y que asume sin tapujos su obesidad. "El caso es que soy gordo", leemos, "como una foca, orondo, hecho una vaca, un chon. Y no fuerte, ni de buen ver, ni de buen año, ni majo, ni sanote, ni nada de esas cosas que te dicen como eufemismo los parientes lejanos, los amigos de la familia o los graciosos cuando te ven como te ven y piensan exactamente eso que eres pero no saben que palabra usar después para definirte".
La vida está llena de gordos. Desde la novela ganadora del último premio Sent Soví hasta san Josep Oriol, que salvó a un obeso del abismo
Iba yo dando vueltas al tema de la gordura, tras leer la novela de Ruiz Mantilla, cuando empecé a ver gordos y más gordos. Los veía por todas partes: por la calle, en el metro, en los restaurantes, en los grandes almacenes, en el cine... Era como si, de repente, el mundo hubiera sufrido una invasión incontrolada de gordos. Decidido a desconectar, me puse a leer la última novela de Salman Rushdie, Shalimar el payaso (Mondadori), y me encontré con que uno de los personajes principales, la bella Boonyi, empieza a engordar sin límites hasta convertirse en algo monstruoso. ¿No querías gordos?, pues ración doble.
Harto ya de gorduras, me dirigí a la biblioteca en busca de una lectura alternativa y los ojos se me fueron sin dudar hacia una novela de Santiago Rusiñol, La niña gorda, con una protagonista que pesa al nacer siete u ocho kilos y que acaba siendo exhibida en una barraca de feria por su enorme peso. La deseché de inmediato, por supuesto, pero el siguiente título en el que se detuvieron mis ojos fue La conjura de los necios, del norteamericano John Kennedy Toole. Desde la portada, Ignatius Reilly, ese inolvidable personaje que "desplaza oleadas de carne al moverse", me sonreía con su gorra de cazador y sus mullidos mofletes.
Aparqué esos libros de peso y, para distraerme, puse la tele: daban un partido de fútbol y por la pantalla corrían unos cuantos futbolistas en perfecto estado de forma, aunque los comentaristas insistían en referirse a Ronaldo como El Gordo. Era un gordo ágil y bien pagado, pero gordo al fin y al cabo. Cambié de canal y, para más inri, fui a dar con una película de El Gordo y El Flaco y con el anuncio de un pase de Moby Dick. Eran demasiados kilos para mí. Decidido a cortar por lo sano, salí a la calle dispuesto a mirar sobre todo hacia el cielo, para evitar que la gordura se cruzara de nuevo en mi camino, fuera en forma humana o como estatua de Botero. Todo fue bien hasta que llegué a la plaza de Sant Josep Oriol, junto a la iglesia del Pi. Una mirada rápida a ras de suelo me descubrió que no había peligro a la vista: la terraza del bar estaba llena de turistas, pero todos eran delgados como alambres. La gordura, allí, brillaba por su ausencia.
Parecía que mi obsesión estaba finalmente superada cuando, al levantar la vista, descubrí que la gordura seguía acechando. En una placa situada en un muro de la iglesia, junto a un puentecillo exterior, leí estupefacto lo que sigue: "El 6 de abril de 1803 llegó la noticia de la aprobación de los milagros del siervo de Dios José Oriol, con cuyo motivo iluminóse exteriormente esta iglesia y, al pasar por este puentecito, se cayó desplomado al suelo el director José Mestres, sin recibir el menor daño a pesar de su extraordinaria gordura, como consta en el archivo de la comunidad y para cuyo recuerdo se colocó esta lápida".
Un hombre muy gordo se cae desde cuatro o cinco metros y no le pasa nada. ¿Ejerció la grasa de cojín atenuante? ¿Rebotó como si fuera una pelota? Nada de eso. En cuanto llegué a casa encontré la respuesta en un libro de curiosidades barcelonesas: todo había sido un milagro atribuible a san Josep Oriol, el hombre que con toda justicia da nombre a la plaza. Al parecer, Oriol era un hombre que ya en vida era muy dado a los milagros, hasta el punto de que el obispo llegó a prohibirle que los prodigara tan alegremente. Un día, sin embargo, cuando iba caminando junto a la iglesia del Pi, vio que una persona de extraordinario peso caía al vacío desde una pasarela exterior. El santo, llevado por un impulso irreprimible, frenó la caída del pobre hombre para evitar que se diera un batacazo. Justo entonces se acordó de la prohibición del obispo y, azorado, dejó al hombre colgado a un metro del suelo y se fue a pedir un permiso especial. Sólo después de recibir la autorización del obispo, dejó que el caído aterrizara sin problemas en el suelo. En resumen, que el gordo se libró de una buena gracias a la intervención del santo.
Por el momento no hay más gordos en mi vida, pero no me fío. Seguro que me asaltan cuando menos me lo espere. Bien mirado, quizá se trata de una premonición de que me va a caer el Gordo por Navidad. Por si acaso, rezaré una novena a san Josep Oriol.
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