La rareza creativa de Pitol gana el Cervantes
La obra abundante del escritor mexicano es una de las más originales en lengua española
Hace unos días, Alfredo Bryce Echenique habló de Sergio Pitol en la Feria de Guadalajara. Confesó la profunda admiración que le produjeron sus cuentos y destacó dos cosas: su inteligencia y que su prosa tuviera frases tan largas en un género que reclama brevedad, la frase corta, punzante, incisiva.
Es una anécdota más, pero muy reveladora de la trayectoria de Sergio Pitol. Si las frases de los cuentos deben ser cortas, él las hace largas. Si lo que importa es volcar una emoción rotunda, él prefiere deslizarse por los laberintos de la inteligencia. Si lo que se estilaba era el realismo mágico o el realismo a secas, él se embarcó en una trilogía llena de excesos y dominada por la parodia. Si los textos biográficos cuentan una vida, los suyos hablan de sus lecturas, de sus viajes, de sus encuentros con amigos. Pero Sergio Pitol no se salta todas esas supuestas convenciones por el afán de ir a la contra o por la coquetería de provocar, de distanciarse, de marcar diferencias. Simplemente ocurre que todo lo que hace Pitol lo hace porque le sale así.
"En mis libros abundan los excéntricos, quizás en demasía, pero es natural"
"Yo era un niño que a los cuatro años perdió a sus padres, casi siempre enfermo, cuidado por una abuela magnífica...", le contaba Sergio Pitol a Carlos Monsiváis en una entrevista publicada en este periódico hace unas semanas. Cierto, su biografía fue atípica. A esa temprana edad, se le murió la madre ahogada en un río, el padre de meningitis y su hermana de "desesperación". Así que creció a la vera de su abuela y de sus tías, atiborrado de lecturas. Enfermó, además, de malaria entre los 6 y los 12 años. Estudió derecho y filosofía en México DF. A partir de 1960 se dedicó a viajar y estuvo lejos de casa entre 1961 y 1991. Enseñó literatura, hizo traducciones, dictó conferencias. "Vivía modestamente, pero disponía de una radical libertad para hacer lo que quería, ir de un lado a otro, leer, escribir", contó hace poco en Madrid. Roma, Pekín y Barcelona (trabajó para el mundo editorial: Seix Barral, Tusquets, Anagrama) fueron algunas estaciones de su recorrido. Entre 1969 y 1972 formó parte del cuerpo diplomático mexicano, como agregado y consejero cultural, y estuvo en Varsovia, Budapest, París, Moscú... Fue embajador en Praga entre 1983 y 1988. En 1993 se instaló en Xalapa (México).
Fue ahí donde recibió ayer la noticia, y donde expresó la felicidad que le producía el premio -dotado con 90.180 euros, y que rinde "anualmente público testimonio de admiración a la figura de un escritor que, con el conjunto de su obra, haya contribuido a enriquecer el legado literario hispánico".
Su teléfono empezó a sonar ocupado inmediatamente después, aunque hubo un instante en que hubo contacto: a Pitol se lo escuchaba como un fantasma lejano que barruntaba unas palabras extrañas para establecer algún lazo coherente con quien lo llamaba. ¿Se trataba de una más de sus bromas, de una de sus rarezas? No importa, a la siguiente llamada, la voz de una señorita decía: "Estimado cliente, su llamada no puede ser contestada debido a que el teléfono que marcó está descolgado o en reparación. Gracias".
La noticia del Cervantes había fulminado el cacharro. Es una interpretación posible que cuadra con el universo del escritor mexicano. Sus amigos cuentan de su afición por inventar historias de la gente con que se encuentra y en los restaurantes invita a imaginar las vidas de los comensales vecinos. "En mis libros abundan los excéntricos, quizá en demasía, pero es natural", le contaba a Monsiváis. Y recordaba a gente que trató en su adolescencia y después en Europa, sobre todo en Polonia y la Unión Soviética. "Las dictaduras, la opresión, los producían; ser raro era un camino a la libertad".
Esa libertad de ser raro, de escribir distinto a la tradición en la que se habita, de explorar otras fronteras, ha caracterizado la literatura de Sergio Pitol. En El mago de Viena, su libro más reciente, cuenta que en sus primeras obras su escritura "tendía a la severidad". Fue entonces la literatura centroeuropea -y su afición a incorporar el ensayo como parte de la narración- la que le influyó profundamente, Thomas Mann y Hermann Broch sobre todo. Publicó El tañido de una flauta y Juegos florales. "Quería incorporar una tradición cargada de ideas", dijo.
Vino después la explosión de su escritura y de su mundo, la irrupción de la parodia, el juego y el dislate; la aparición de una "repentina y jubilosa ferocidad", y apareció su trilogía carnavalesca: El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal. Había empezado a trabajar en la Embajada de México y las cosas se le complicaron. "Durante el día tenía que redactar informes con la prosa estirada de la diplomacia, así que por la noche dejaba que la escritura saliera con espontaneidad, sin poner reparo alguno a las mayores groserías. La parodia me ayudó a equilibrar mis neuronas. De otro modo, habría enloquecido".
El cuento ha sido, en cualquier caso, el género que lo ha acompañado de manera permanente a través de las vicisitudes y los cambios, como una suerte de laboratorio, como el taller en que someter a prueba sus recursos, sus obsesiones, su imaginación. Los libros que ha publicado durante los últimos años se caracterizan por un tono más ensayístico, por la narración de distintos viajes, por una escritura cargada de apuntes personales y de fragmentos biográficos. El mago de Viena es la culminación de esta época, que se inició hace 10 años con El arte de la fuga, "donde con extrema libertad fui abordando diferentes lecturas que me habían apasionado y donde se fueron incorporando detalles de mi vida", dijo en una entrevista reciente. Y que continuó después con El viaje, "un libro con el que disfruté mucho por su tono caricaturesco y extravagante", y donde contó "las vicisitudes de un recorrido a Georgia" al tiempo que introducía comentarios sobre distintos autores rusos.
"Es lo más grande que me ha pasado. Me siento coronado en todos mis esfuerzos", le dijo ayer Sergio Pitol a la ministra de Cultura, Carmen Calvo, cuando ésta le comunicó por teléfono que había ganado el Premio Cervantes en este año del Quijote. Lo había decidido un jurado variopinto, trufado de creadores de varias generaciones, con 12 miembros, y por mayoría de siete, según dijo la ministra, informa J. Ruiz Mantilla.
Tras la comunicación con la ministra, la primera llamada que recibió se produjo inmediatamente. Su amigo Carlos Monsiváis le cantó enseguida, cuando el escritor se puso al teléfono, Las mañanitas. "Éstas son las mañanitas que cantaba el rey David. / Como hoy es el día de su premio, / te las cantamos a ti". Pitol no se lo creía. "¿Seguro que me han dado el premio?", le preguntó a Monsiváis, "¿y por qué me lo habrán dado?". Pitol quería saber cuánto dinero supone el galardón e insistía en conocer los detalles de la decisión: "¿Seguro que me lo merezco?". Seguía sin creérselo, y seguía preguntando si no había otros que se lo merecieran más, informa Juan Cruz. Monsiváis le indicó: "Te tengo que colgar porque me han pedido que escriba de un escritor menor, pero que está tratando de acercarse a Cervantes". Pitol, que de la vida ha obtenido la medicina de la humildad y de la ingenuidad, le preguntó a su colega: "¿De qué escritor vas a escribir?". "De un tal Pitol". Después de colgar, Pitol debió de hacerse un lío con el teléfono, porque ya lo tuvo descolgado como si aún se estuviera preguntando por qué le habían dado el Cervantes.
Babelia
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