Ni un pañuelo
Ayer me enteré de algo. Ayer me dieron una noticia que jamás hubiera querido oír. Una de las personas que más quiero de este mundo había sido agredida, había sido violada unas semanas atrás en El Puerto de Santa María, localidad en la que reside y trabaja, lejos de su casa, de su ciudad natal, de su familia, de muchos de sus amigos. Noticias como ésta desarman a cualquiera -a mí por lo menos lo hizo- y no suelo derrumbarme fácilmente, pero en ocasiones es más fuerte -o más insoportable- el dolor ajeno, el de un ser querido, que el que uno sufre en sus carnes.
Ella está bien, gracias a Dios, o aparenta estar bien. Bajo su frágil aspecto se esconde una persona madura, fuerte, que conoce por su trabajo que el mundo está lleno de dolor, de injusticia, de basura, y quien es consciente de eso está más preparado para afrontar el mal, para enfrentarse al dolor, que los demás.
Ella lo ha hecho, se ha enfrentado a él, lo ha asumido y seguro que en poco tiempo volverá a dibujarse en su cara su perpetua sonrisa burlona. Por desgracia tuvo que ser ella la que se aupara tras el primer mazazo. Quien se supone que debía haberle dado el primer consuelo, el primer apoyo, quien le tenía que haber enjugado las primeras lágrimas no lo hizo. Sólo hizo que derramara más.
Fue el personal del Hospital General Santa María del Puerto, el personal o su protocolo de actuación. No, el protocolo de actuación no, el personal. Cualquier persona digna de llamarse así no puede ignorar, desatender, desestimar a quien acaban de machacar física y moralmente, aunque así lo dijera un papel, un protocolo, aunque así lo ordenara el manual de actuación para esos casos.
La obligatoria llamada al juez de guardia para informar de lo sucedido fue todo lo que se dignaron a hacer por ella. Ni una mala cura, ni un tratamiento antibiótico para prevenir las posibles infecciones, ni la evidentemente necesaria píldora le fue suministrada, ni una persona con la que charlar, ni consuelo, ni comprensión, ni un puto kleenex para secarse las lágrimas, nada. Eso es lo que recibió mi amiga del Hospital General Santa María del Puerto, nada.
Por fortuna las fuerzas del orden supieron comprender mejor su situación y le ofrecieron una persona en la que apoyarse, una persona con corazón, una persona con un hombro sobre el que llorar, una persona simplemente. El hospital no. En el hospital no había.
Se puede comprender que quien trabaja allí un día sí y otro también pierda parte de su sensibilidad, pero si llega hasta el punto de ver a un enfermo o a una persona agredida como un trabajo más que despachar, como un folio que archivar, haría mejor en abandonar su trabajo y dedicarse a otra cosa.
Personal como el que atendió a mi amiga no debería tener derecho a trabajar en un hospital. No deberían llamarse médicos, ni enfermeros. No deberían ni llamarse personas. Tan sólo les faltó estamparle un sello en la frente que pusiera VIOLADA, y echarla a la calle por la puerta de atrás.
Gracias al Hospital General Santa María del Puerto en su nombre. Gracias en el mío. Ojalá nunca nadie de allí pase por lo que pasó ella. Si le pasa que no vaya al hospital, hará mejor en irse a su casa. Allí al menos encontrará una ducha y una almohada sobre la que llorar.
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