De Altamira a Papúa
Pedro Saura, especialista en recrear los murales rupestres, presenta sus fotografías sobre indígenas de Oceanía
Colores intensos, combinaciones atrevidas, rostros dispuestos para la celebración en poderosos amarillos, ocres, blancos, azules, adornados con plumas polícromas. Son los habitantes de las Tierras Altas de Papúa-Nueva Guinea que ha retratado Pedro Saura en sus seis viajes a esta isla de Oceanía, el capítulo contemporáneo de este apasionado por la prehistoria, autor de la reproducción de las cuevas de Altamira o de la serie documental Melanesia. La Casa del Cordón de Vitoria muestra parte de su trabajo en la exposición Los ritos del color hasta el 1 de marzo.
Corría el verano de 1983, cuando a Saura (Murcia, 1948) le propusieron un viaje en velero por el Pacífico. Se sumó, pero sus intenciones eran muy diferentes de las que movían a los promotores de la singladura. Saura, licenciado entonces en Bellas Artes, pintor, operador de cine y fotógrafo, era y es un apasionado por la prehistoria y quería conocer in situ las culturas de Papúa. Así que, nada más llegar a la isla, se despidió de sus acompañantes y subió a las Tirras Altas, un territorio de 400.000 kilómetros cuadrados (algo menos que España), donde viven más de tres millones de personas en miles de tribus que hablan 700 lenguas.
Tres millones de personas que hablan 700 lenguas viven en las Tierras Altas de Nueva Guinea
"Lo mejor de aquel primer viaje fue que lo realicé solo. Iba con mis cámaras, entre ellas una de cine, y me presentaba en los poblados tal cual, lo que resolvía la primera desconfianza". Saura no hablaba ninguna de sus lenguas, y los indígenas se morían de risa cuando les preguntaba ingenuamente: "Do you speak english? ("¿Habla inglés?"). "El líder de la tribu me decía que hablásemos cada uno nuestro idioma. Y al final nos entendíamos: son expertos en la comunicación no verbal".
Le movía el interés por las culturas prehistóricas, el mismo que le llevó a trabajar en el Museo Arqueológico de Madrid mientras estudiaba la carrera o a reproducir fidedignamente las pinturas de Altamira por encargo de una firma japonesa. Y en esa isla de Oceanía encontró a cientos de miles de personas que vivían en la Prehistoria. "He conocido a viejos que habían comido carne humana, pero nunca sentí miedo en mi contacto con los naturales de Papúa. La angustia te llega cuando piensas en qué te va a ocurrir si te tropiezas y te rompes un tobillo en medio de la selva", recuerda.
También le ayudó emplear la Polaroid. "Hay que recordar que toda esta extensión se descubrió en 1930. Hasta entonces se pensaba que no vivía nadie allí. En 1983, cuando llegué, sólo una carretera cruzaba todo el territorio, a 2.000 metros de altura, con cumbres de 5.000, una orografía muy escarpada y un clima siempre primaveral. Entonces, la sociedad de consumo no había hecho presencia. Así que el retrato instantáneo de la Polaroid era toda una celebración", recuerda. "Muchos se veían por primera vez a sí mismos, ya que no sólo no hay espejos; tampoco remansos en los ríos para disfrutar con tu imagen reflejada".
Los indígenas comenzaron a recrear sus pinturas para satisfacer el interés de Saura, quien, ya en su segundo viaje, en 1986, estaba decidido a escribir su tesis sobre las pinturas de aquellas tribus. "Había regresado a Madrid con un material poderoso, que necesitaba completarse, tal es la complejidad de técnicas y estilos o la variedad de pigmentos". Una labor difícil, pues tuvo que sugerir que se decoraran expresamente para él. "Si aceptaban, muchas veces el pudor les imponía a decorarse a mis espaldas, con lo que no avanzaba en mi investigación".
La virtud de Saura en sus viajes fue la paciencia, lo que le permitió descubrir algunos misterios de Papúa. Como los hombres de barro del valle de Asaro, una tribu de pequeña estatura, atacada casi a diario por las belicosas comunidades vecinas. Hasta que, según la leyenda, se cubrieron el cuerpo de arcilla blanca, se encasquetaron una máscara de igual color, como de cabezudo, y comenzaron a invadir por las noches, a oscuras y en silencio, las aldeas de sus enemigos. Aquellas figuras espectrales se le presentaron también al aventurero murciano, pero en son de paz: no en vano le regalaron una de esas máscaras, que se exhibe estos días en Vitoria.
Saura comparte la pasión por la prehistoria con su esposa, Matilde Muzquiz, profesora como él en la Facultad de Bellas Artes de la Complutense. Han recreado las pinturas de Altamira en la neocueva diseñada por el arquitecto Juan Navarro Baldeweg hasta el último detalle. Ahora trabajan en el Parque de la Prehistoria de Teverga que recreará las pinturas murales de una docena de cuevas del arco cantábrico atlántico, en ellas las vascas de Ekain y Altxerri.
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