Por miedo
No hay nada más comprensible que tener miedo, reconocerlo y obrar en consecuencia. Uno tiene miedo a escribir un artículo comprometido o a dibujar una viñeta que presumiblemente traerá unas consecuencias amenazantes, y entonces decide envainársela, escribir, dibujar otra cosa. El mundo está lleno de asuntos de los que hablar, y a menudo lo mejor sería contar lo que se tiene delante de los ojos, el crimen del piso de abajo. No hay nada más paralizante que el miedo. El miedo puede socavar el empuje vital de un individuo, pero también corromper a una sociedad entera. El miedo puede extenderse como se extiende el virus de la gripe, por el aliento del que viaja a tu lado en el autobús. España tiene un historial en miedos colectivos: el miedo a una involución en el proceso democrático, el miedo a la bomba, al tiro en la nuca, a expresarse, a jugársela. Cuando el miedo se reconoce, tiene un fondo de nobleza; lo terrible es el miedo que produce vergüenza y tiende a enmascararse con razones ideológicas para que no se note. Nos cuesta aceptar que callamos por miedo, así de simple. En el asunto de las caricaturas del profeta se puede discutir, por supuesto, la oportunidad de publicarlas o la conveniencia del desafío, pero no debiéramos olvidarnos de que hay un fondo de incoherencia entre lo que la sociedad europea exige a sus democracias y el margen de comprensión que en nombre del relativismo tiene con aquellos que ni por asomo practican esos derechos. Queremos tener grandes márgenes de libertad, expresarnos sin censuras, elegir nuestra opción sexual; exigimos respeto hacia cada una de nuestras sagradas diferencias individuales, nos parece inapelable el derecho a afear la conducta reaccionaria de la Iglesia católica, y sin embargo, cuando se trata de ejercer nuestra capacidad crítica con otras creencias, echamos mano de esa razón poderosa que se llama respeto y que nos ayuda a justificar lo injustificable. Es como si disfrutáramos de los dones que ofrecen las reglas democráticas pero no estuviéramos dispuestos a defenderlos. La idea ilustrada del respeto es que uno tiene derecho a arremeter contra las creencias pero no contra los individuos, ni carcajearse del sufrimiento humano. Sería catastrófico que dejáramos de ejercer nuestro derecho, por miedo.
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