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Reportaje:FIN DE SEMANA

Sabores de invierno en El Burgo de Osma

Gastronomía vinculada a la matanza del cerdo en la localidad soriana

Vicente Molina Foix

Para quienes hemos nacido y crecido en la ciudad y en verano íbamos a ver a los abuelos o tíos en un pueblo playero del Mediterráneo, la cultura porcina suele estar reducida a lo alimenticio: las chuletas y el jamón serrano, los embutidos, o, con un poco más de arrojo, el morro o la tripa. Soy un absoluto incondicional de la carne del cerdo y de todos sus derivados, incluso los más recónditos; pero nunca había estado en la matanza de un cochino, rito que tiene, sin embargo, una larga iconografía artística y al menos un capítulo memorable en esa obra maestra de John Berger llamada Puerca tierra (Pig earth). La matanza a la que asistí se celebra, con cierta escenografía y prosopopeya, no en una aldea campestre, sino en El Burgo de Osma, la bellísima ciudad soriana, y aun así, mientras la veía no pude quitarme de la cabeza las páginas de Berger, leídas hace dos o tres años.

El puerco que matan en el episodio de evocación infantil de Berger titulado También aúlla el viento es "tan grande como un banco de iglesia", y el que yo vi morir era descrito por el simpático maestro de ceremonias, un veterano cronista soriano, como un vitorino. La comparación taurina, sin ser yo aficionado a la llamada fiesta nacional, me pareció justa, y es muy posible que el sacrificio público de este animal doméstico sea para los enemigos de las corridas otro acto de innecesaria crueldad, un avatar permanente de la España negra. Leyendo, sin embargo, el libro de Berger, con su vibrante apología del modo de estar cerca de la tierra -fuera del "limbo bien atendido" de la vida urbana- que tienen los campesinos en sus tareas y ritos cotidianos (algunos cruentos), las argumentaciones abolicionistas y ecologistas resultan un poco superfluas. "La destrucción de los campesinos del mundo podría constituir un acto final de eliminación histórica", dice Berger en el colofón de Pig earth.

Chamuscado

En todo caso, a los cerdos ya no se les mata inmediatamente con el cuchillo; las vigentes normas europeas -o tal vez sólo las castellano-leonesas- obligan ahora a darle al cerdo una descarga eléctrica que le hace perder el sentido, antes de ser llevado al caballete donde el matarife le abre la yugular con su largo acero bien afilado. Sostenido mientras le degollaban por cuatro o cinco hombres robustos, mi cerdo se resistió a morir cuando ya su sangre llenaba un barreño, que una mujer removía con el cucharón para que no cuajara. Después le transportaron al lugar donde se completaban, con una cierta rudeza no exenta de gravedad fúnebre, el chamuscado, el arranque de sus pezuñas y la limpieza, ésta, por el contrario, muy delicada, de la costra negruzca que el animal ha ido adquiriendo sobre la piel en sus años de retozo por el estercolero. A continuación, con movimientos certeros y rápidos, el matarife ha de encontrar la bolsa biliar y sacarla limpiamente de las entrañas del animal, para que no amargue el resto del cuerpo; quitar las grasas, eviscerarle (ya sabemos las delicias del paladar que de allí saldrán a su debido tiempo), desechando el miembro viril, único apéndice que no se aprovecha gastronómicamente, aunque nos contó en privado el maestro de ceremonias que cuando la matanza se hacía en las casas de los pueblos, antiguamente, los gitanos solían pedirlos para después cocinarlos, siendo, aseguró, un guiso delicioso, y tal vez de virtudes afrodisiacas.

"Durante los doce meses siguientes, daría cuerpo a nuestra sopa y sabor a nuestras patatas; rellenaría nuestras coles y nuestras salchichas", escribe Berger en su relato de la matanza familiar del cerdo, añadiendo la estampa de unos jamones salados y secos colgados, en una humilde casa, sobre la cama de los niños. El cerdo de nuestra matanza cuelga en canal de un cadalso de madera, ya limpio y escurrido y un tanto rembrandesco, hasta que sus propietarios, los organizadores de estas jornadas rito-gastronómicas de la matanza, lo venden a una carnicería. Aquellos de los asistentes al ceremonial que después, como fue mi caso, quieran degustar un copioso almuerzo porcino en el restaurante próximo (con su anejo y pintoresco Museo del Cerdo, lleno de bibelots, juguetes, rarezas, utensilios históricos y un bonito cuadro alusivo de Vela Zanetti), no comen la carne del animal que han visto morir; en palabras, de nuevo, de Berger: "Para celebrar la matanza del nuevo cerdo, íbamos a comer lo que quedaba del anterior".

Un menú consistente

Las jornadas de El Burgo de Osma no tienen la rusticidad genuina reflejada en Puerca tierra, aunque ciertos labriegos locales aprovechan la concentración de turistas para vender productos de sus pequeños huertos, en especial unos monumentales judiones que los mismos vendedores sugieren en una receta casera cómo cocinar con oreja y mano de cerdo. Pero El Burgo ofrece sus calles, su muralla, su espléndida catedral, en una detenida visita que puede asimismo servir para bajar el menú de torreznos, costillas en aceite, lengua empiñonada, rabos y manitas estofadas, mollejas (de textura tan distinta a la de las aves o el cordero), sesos, jarrete, cochinillo, y no enumero todo.

La silueta de la catedral de El Burgo de Osma, que impresiona desde la carretera, está marcada por su hermosa torre barroca, pero lo mejor se esconde en el interior del templo: el bellísimo retablo de Juan de Juni y Picardo (que se repartieron las esculturas); la capilla del venerable Palafox, diseñada por Juan de Villanueva, y el sepulcro de San Pedro de Osma, donde, según los versos de Gerardo Diego, "aún duran los colores / sobre la piedra".

Y si el viajero dispone de más tiempo, la zona es inagotable en sus tesoros. Siguiendo en dirección a Soria está Calatañazor, famoso por el tambor allí legendariamente perdido, y bajando un poco hacia el sur se encuentra Almazán, pueblo con muchos edificios nobles y muy ilustre literatura, pues allí murió y está enterrado (en el convento de la Merced) Tirso de Molina, y por allí pasaron y la cantaron, entre otros, Antonio Machado y Dionisio Ridruejo. En el norte, el Cañón del Río Lobos ofrece la naturaleza singular de su parque natural, mientras que si se prefiere hacer una parada en dirección suroeste, San Esteban de Gormaz alberga dos joyas del románico castellano, las iglesias de San Miguel y Nuestra Señora del Rivero, erigidas a finales del siglo XI y destacadísimas por sus galerías porticadas de bonitos (aunque maltratados algunos por el tiempo) capiteles. Otro festín.

Vicente Molina Foix es autor de El vampiro de la calle Méjico (editorial Anagrama)

Vista de El Burgo de Osma, en la que destaca la torre de la catedral, terminada en el siglo XVIII.
Vista de El Burgo de Osma, en la que destaca la torre de la catedral, terminada en el siglo XVIII.ISAAC F. CALVO

GUÍA PRÁCTICA

Comer- Restaurante Virrey Palafox (975 34 02 22). Calle de la Universidad, 7. El menú de matanza cuesta 40 euros los sábados y 38 euros los domingos. Incluye 30 platos de degustación, bebida y postre.- Asador El Burgo (975 34 04 89). Calle Mayor, 71. Especialidad en asados (cochinillo y cabrito). Abre sólo viernes, sábados y domingos. Precio medio, alrededor de 30 euros.- Mesón Asador Marcelino (97534 12 49). Calle Mayor, 77. Unos 30 euros por persona.Dormir- Hotel II Virrey (975 34 13 11). Calle Mayor, 4. Habitación doble, 80 euros de domingo a viernes y 93 euros los sábados, siempre más IVA.- Hotel Río Ucero (975 34 12 78;www.hotelrioucero.com). Carretera N-122, km 214. La habitación doble, 65 euros.- Posada del Canónigo (975 36 03 62; www.posadadelcanonigo.es). Calle de San Pedro de Osma, 19. Antigua casa de los canónigos de la catedral. 80 euros la habitación doble.Visitas- Museo Mundial Popular del Cerdo (975 34 13 11). Calle de Juan Yagüe, 5. Abre los sábados y domingos de enero a marzo. De 12.00 a 14.30 y de 17.00 a 19.00. El precio de la entrada es de un euro.Información- Oficina de turismo de El Burgo de Osma(975 36 01 16).- www.turismocastillayleon.com.

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