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Columna
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Desmesura y despilfarro

El periodista Martí Domínguez (1908-1984), tan escudriñador como fervoroso de nuestra idiosincrasia, solía ponderar el despego o renuencia en que los valencianos teníamos las nociones de vastedad y desmesura. Influencia del minifundio agrario, de la habilidad labriega y de la obligada administración de la escasez, levadura de la posterior floración industrial, diagnosticaba el lúcido colega. Dudamos que pudiese constatar todavía esta virtud civil en vías de extinción a la par con la consunción de la huerta y la amortización de los hortelanos, desahuciados y a menudo enriquecidos por el tsunami urbanístico. Lo que ahora prima es el gigantismo y futilidad, diríamos que en todos los aspectos, pero particularmente a la hora de ordenar -o su contrario- el espacio y desarrollar la arquitectura.

La observación se decanta del artículo que firmaba Manuel Peris el martes pasado en esta columna y titulaba Viva la cáscara, aludiendo a unas cuantas iniciativas públicas de dudosa utilidad en contraste con no pocos déficit cívicos apremiantes y aún vitales en Valencia. De todas aquellas queremos insistir en la descrita como "piel del IVAM", ese cubo de acero -en todo caso de metal- perforado que se sobrepondrá al museo una vez ampliado. El presidente de la Generalitat ha emplazado su instalación en 2011, lo que revela una gran fe en su pervivencia política y una buena percepción de la opinión más generalizada -y favorable- sobre tan "monumental" cáscara, reiterando la calificación que le otorga el citado columnista.

Y tan monumental. Sólo hay que ver la maqueta y de qué modo tan impresionante como gratuito desfigura el barrio del Carmen, entorno urbano acerca del cual no han tenido el menor respeto los geniales autores del engendro, que tampoco han sido -ni sus patrocinadores- respetuosos con los diseñadores del actual y nada desdeñable edificio museístico, Carlos Salvadores y Emilio Jiménez, que lo concibieron en tiempos presupuestarios ascéticos y merecieron el unánime reconocimiento. Es posible que hoy sea necesario ampliarlo y que no haya habido otra solución que engullirse con poca o ninguna delicadeza al vecindario más próximo. Pero no se ve qué utilidad puede tener embutir la obra en ese casco refulgente para gozo de los cosmonautas o habitantes de la galaxia.

Sin embargo, a nuestro entender, la joya de los despilfarros no es esa, sino el Ágora, un proyecto arquitectónico de ignorada justificación que se construirá en la Ciudad de las Artes y de las Ciencias. Por el momento solo se sabe que son varias y aun numerosas las empresas que licitan para su ejecución, quizá porque les consta que el presupuesto acabará multiplicándose, como suele acontecer en las obras públicas que firma el eximio arquitecto Santiago Calatrava. También se ha dicho que será el recinto que acogerá la entrega de los premios a los regatistas de la Copa de América. Lo demás son conjeturas. Sala de exposiciones, palacio de congresos, auditorio o vaya usted a saber, pues todos los destinos anotados están sobradamente servidos en la ciudad. ¿Pero qué son 50 o 100 millones de euros en simple ornato? No solo se ha perdido la mesura, sino la sensatez.

Lo cual, por la persistencia y dimensión del fenómeno, no habría de chocarnos. Tanto más si reparamos en la retórica que despliega el estamento gobernante. No se para en barras a la hora de incensar la ciudad, glosada como sede del "nuevo renacimiento del humanismo", de la "era de la información global", además de "ciudad europea de la cultura y del desarrollo". Y con ello no agotamos el botafumeiro. Pero lo bueno de está retórica megalómana es que no nos cuesta un clavo. Lo malo, que se lo acaban creyendo y comprometen buena parte de nuestros recursos en atrezos sólo válidos para la figuración o la pompa. De norte a sur el País Valenciano está endeudado por esta fiebre de grandezas decorativas y más o menos temáticas que soslayan o nos distraen de otros debates fundamentales. Martín Domínguez se hubiera hecho cruces ante tales dispendios faraónicos.

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