El triángulo y su eco
Hubo un tiempo en el cual, detrás del telón de sus montañas, Cataluña era reconocida por el eco de su cultura en el escenario internacional.
Esta irradiación de la identidad colectiva catalana se debió a la intensidad creativa de unos pocos astros que fuera de toda cobertura institucional y de la tutela de una política cultural, consiguieron la recepción y admiración de sus obras dando a conocer, a través de su arte, el contorno de Cataluña.
Uno de sus poetas, J. V. Foix, visualizó este contorno con un caligrama que representa, bajo el título de Poema de Catalunya, la figura geométrica y emblemática de un triángulo en el que escribió sobre cada uno de sus lados la leyenda: "Mar Mediterrani". Un pequeño país ensimismado en la larga historia de su identidad y simultáneamente, abierto al mar por los tres costados en un permanente anhelo de cruzar sus límites.
Triángulo adentro, en años desolados por la dictadura franquista, la cultura catalana sobrevivía desde la resistencia de una sociedad civil que generó un sorprendente caudal de iniciativas culturales y una memorable aventura editorial tanto en lengua castellana como en catalán. Muchos almanaques más tarde llegó la muerte del dictador, que abrió los postigos a la transición democrática y al poco tiempo se reinstauraba el Gobierno de la Generalitat de Cataluña, posteriormente presidido por un partido, reelegido una y otra vez, que se manifestó desde su inicio como salvaguarda de reafirmación nacional. En boca de su presidente declaran que ya no es tiempo de la cultura como resistencia, sino de la política del "hecho diferencial catalán". El baluarte de su política cultural: la lengua catalana.
En lugar de recuperar los valores vitales objetivos de una cultura como tránsito de cohesión y comunicación, se estableció un flujo circunvalatorio endógeno conducido por un pensamiento único y fiel a su propio espejo. Se ignoró toda actitud crítica, cuando ésta es la vía acertada que nos posibilita interpretar o intervenir en el nuevo orden del mundo para ser verdaderos ciudadanos responsables de nuestra evolución, es decir, de nuestra cultura.
Casi un cuarto de siglo más tarde, cuando aquellos jóvenes de la transición aterrizábamos en la cincuentena, se consolidó en Cataluña una nueva escena política sostenida por un trípode de partidos de izquierda que ofrecía las condiciones, o así creímos, de un ensanchamiento de orientaciones, otras formas de hacer política y gestionar la cultura en su diversidad y múltiples artes. Había llegado el momento de repensar el binomio político-cultural en Cataluña, asumiendo riesgos y contradicciones, dejando a un lado la retórica de un complaciente y ritualizado discurso oficial, que se olvida de que las cosas se pueden hacer de otra manera y de que es necesaria otra lógica de la cultura. Unos nuevos puntos de vista alejados de un extenuado modelo de dominio protector, de esquemas arcaizantes, y programador de la cultura según su sueño político homologado.
Ante la negligencia de responsabilidades, falta de ambición y recursos en el ámbito de la cultura en anteriores legislaturas, la Asociación de Artistas Visuales de Cataluña, entre otras entidades culturales, trabajó desde su ejecutiva por definir un proyecto de un organismo autónomo, que no autista, como gestor y catalizador de la cultura con competencias decisorias. Unas nuevas siglas en la cartografía de la cultura catalana: CCAC -Consejo de la Cultura y de las Artes de Cataluña-. Los tres partidos de la izquierda que configuran el presente Gobierno catalán se comprometieron desde sus programas electorales, y en el posterior Pacto del Tinell, a dar prioridad y llevar a cabo el proyecto del CCAC, como instrumento para garantizar la participación y la autonomía del mundo de la cultura, con unas reglas de juego rigurosas y transparentes.
La confianza debe ser recíproca y nadie ha de creer que el compromiso público adquirido por el actual Gobierno de Cataluña sea un brindis al sol. Hay que decir que el proyecto del CCAC no es la quimera de unos pocos. Hace tres años que se constituyó una Plataforma para un Consejo de las Artes en Cataluña, que está integrada por una veintena de entidades y asociaciones que agrupan a miles de creadores y otras tantas empresas culturales. Meses mas tarde, en junio 2004, la plataforma proponía un modelo del CCAC con la aprobación de un documento que lleva el nombre de Acuerdo del castillo de Sant Boi (se puede consultar en www.aavc.net). Al propio tiempo, el Departamento de Cultura de la Generalitat, en sintonía con la plataforma, nombraba un comisionado para redactar un estudio en el que se basaría la futura ley del CCAC. El informe elaborado por el profesor Josep Maria Bricall (consultable en www.culturagencat.net) se presentó hace poco más de un año con el inequívoco deseo de dar respuesta a los interrogantes que definen nuestro tiempo y servir a una cultura abierta a su diversidad, desde adentro, desde su propio epicentro, la sociedad civil.
Estaba previsto y anunciado que se iniciarían con prontitud los trabajos parlamentarios de redacción y aprobación de la ley del CCAC que delimitaría la deseada separación entre la política cultural y los servicios públicos de la cultura. Con la voluntad de transferir al CCAC la autogestión de sus intenciones y perspectivas, sin ningún tipo de ingerencia política o dirigismo partidista, rindiendo cuentas de su quehacer ante el propio Parlamento de Cataluña.
El Departamento de Cultura de la Generalitat de Cataluña ha ido postergando su compromiso y al Informe Bricall ha seguido una silenciosa dilatación en el tiempo, una ausencia de pronunciamiento favorable a un verdadero CCAC, un secretismo que excluye el diálogo con el ámbito de la cultura. ¿Cómo decidir una ley sin la comparecencia de los propios afectados por la nueva legislación?
Sería una lástima que el Gobierno tripartito catalán eludiera la ocasión de reafirmarse, sin temores y con coraje democrático, a favor de una escena alternativa y autónoma como catalizadora de la cultura. Esta nueva escena cultural no se construye ex novo; otros países han realizado de una u otra manera y con diversa fortuna la experiencia de un consejo de la cultura con capacidad deliberativa y crítica, que atienda tanto a las precariedades como a los potenciales creativos de sus territorios culturales.
En la presente sociedad del conocimiento, una reflexión sobre cómo adecuar un consejo de cultura a la realidad y peculiaridades de Cataluña no puede transcurrir de espaldas a la educación, sino en constante consenso desde la escuela primaria a la universidad. Así mismo, hoy en día más que nunca, se debe concienciar del valor esencial de la cultura científica ante las incógnitas que se formulan en el debate público actual sobre la mayoría de las cuestiones que de verdad importan a la comunidad en la que nos encontramos. En este punto es pertinente transcribir unas palabras escuchadas en la lección inaugural del presente curso en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona: "Despreciar la base naturalista y evolutiva del conocimiento científico contemporáneo equivale en última instancia, en las condiciones actuales, a renunciar al sentido noble (griego, aristotélico) de la política, definida como participación activa de la ciudadanía en los asuntos de la polis socialmente organizada".
Y aquí estamos, expectantes ciudadanos ante el trajinar político en torno a la identidad nacional y tras dos años de legislatura de izquierdas en Cataluña, sin una asunción por parte del Gobierno de la Generalitat de una resolución, razonada y racional, sobre el futuro del CCAC. Seguimos a la espera de un cambio de las estructuras simbólicas con las que se han pensado y legitimado los diferentes órdenes que configuran nuestra cultura. Seguimos con la confianza en otra polaridad cultural que lleve a un organismo con capacidad de profundizar en una nueva ética de la responsabilidad y en nuestro compromiso humano con el presente. Para hacer posible, en fin, que Cataluña se reconozca en la proyección de su eco, más allá del triángulo de su contorno.
Frederic Amat es artista plástico.
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