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Columna
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Madrid

Ha sido el presidente de la Confederación Española de Organizaciones empresariales (CEOE) quien ha destapado la caja de los truenos. Ha arremetido contra los empresarios vascos y catalanes y ha esgrimido como escudo la idea de Madrid, capital del Reino de España. No se sabe bien si como reducto de las esencias patrias o a modo de imagen estereotipada de una crítica que impregna el discurso de algunos agentes económicos, sociales y políticos, de la periferia hacia el centro de la Península Ibérica.

Los valencianos hemos ido habitualmente muy conformados hacia Madrid. Nadie lo puede negar. En muchas ocasiones tenemos necesidad de acudir a Madrid a gestionar, pedir, aportar; a comprar o a vender y sobre todo a comprobar que el poder reside en la meseta, a pesar de que otros contrapoderes ejercen su presión desde otros enclaves geográficos. Madrid paga los vidrios rotos de la tensión territorial que se percibe en España. Es, con toda probabilidad, una injusticia que pese sobre la imagen de una ciudad, ahora Comunidad Autónoma o distrito federal. Madrid, además disfruta de un halo liberal y cosmopolita que, a menudo contrasta con esa otra cara celtibérica y ultramontana que tanto irrita a quienes ven las cosas desde otras atalayas.

Durante los últimos diez años, esa visión centrípeta de la realidad española se ha enseñoreado de la economía, de la política y del día a día de los ciudadanos. Se ha roto una vez más el equilibrio entre esos dos núcleos de poder que se conformaron en el siglo XIX entre Madrid y Barcelona. Madrid, capital de España y Barcelona, liderando desde Cataluña la España periférica, de cuya fuerza centrífuga no se puede excluir a Portugal.

Javier Pérez Royo se preguntaba desde estas mismas páginas por qué se ha exacerbado el miedo a la descentralización. No se trata tan solo de un fenómeno administrativo o político. Desde hace bastante tiempo se solapan los debates ideológicos entre izquierda y derecha, junto con el otro gran debate territorial de España.

A lo largo del último siglo al menos, los catalanes se han propuesto conquistar Madrid y situar a sus políticos y dirigentes empresariales en las salas de máquinas del poder que se ejerce desde la capital de España. En gran medida lo han conseguido. En cualquier caso con mayor éxito que otras zonas y esto genera unos réditos. La realidad española ha progresado de una forma inusitada a lo largo de 30 años, de la mano de la transición a la democracia y embarcada en esa nueva concepción del país que se llama el Estado de las Autonomías. No es nuevo que ante un avance en el desarrollo de las libertades y competencias autonómicas surja una reacción con el argumento de que España se rompe. Y la unidad española se consolida y se refuerza en la medida de que cada vez es más asumida y compartida, precisamente porque se percibe como menos impuesta.

Aún así el interrogante que abre Javier Pérez Royo necesita una respuesta que tiene dos variables y confluyen en un mismo resultado. Desde el punto de vista económico y político, los logros autonómicos se contemplan como una merma del poder que se ejerce simbólicamente desde Madrid y que concierne tanto a la Administración central, como a las organizaciones políticas, empresariales, sindicales o culturales. Es decir, Madrid detenta poder y quienes lo disfrutan se aferran a su continuidad tal como lo concibieron, sin plantearse que las circunstancias pueden cambiar al tiempo que siempre existen otras alternativas.

El problema de Madrid, del Madrid que pretende defender las esencias patrias, es que no se sitúa en el lugar de los demás y no hace el esfuerzo de preguntarse cómo le ven desde fuera y de qué manera podría ganarse la confianza y el apoyo de quienes en definitiva son su clientela. La Comunidad Valenciana, por ejemplo, que no es mayoritariamente beligerante baraja diversos agravios en el campo de las infraestructuras, el equipamiento y las comunicaciones. La autovía A-3 y el eterno ferrocarril de alta velocidad son dos batallas ancestrales en su aproximación a Madrid. La primera mejorable y la segunda con unas secuencias tan dilatadas que cuando llegue el día, probablemente la situación habrá cambiado y con ella las urgencias pueden derivar hacia otros derroteros. Es inconcebible que el eje de mercancías por ferrocarril con la Unión Europea no pase por el corredor mediterráneo o que éste no fuera una opción prioritaria para comunicar España con el resto de Europa en la década de los 90. Las inversiones del Estado en la Comunidad Valenciana, bien por las tensiones políticas o por las prioridades electorales llegan tarde y mal. Y no tenemos la culpa de que el Gobierno, el Ministerio de Hacienda y el Parlamento estén situados en Madrid. Si la política es el arte de lo posible, los valencianos tendrán que calibrar si los intereses autóctonos están salvaguardados, a la vista de cómo funcionan en las diferentes partes de la España plural. Tanta docilidad nos puede costar cara.

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