Francisco Ayala, en Alphaville
Una vez, siendo yo estudiante, me senté una fila por detrás de Vicente Aleixandre en el cine Fuencarral, que ya no existe. Era en la sesión de las siete de la tarde, y el poeta, acompañado de Carlos Bousoño, pareció disfrutar con las aventuras vikingas de Alfredo el Grande, la película en cartel. De todos los grandes escritores españoles cinéfilos (y en las generaciones anteriores a la mía no abundaron), a quien más se ha podido ver haciendo cola, comprando su entrada y ocupando un asiento en el patio de butacas es a Francisco Ayala, que nació no diré a la vez que el cine pero muy poco después. Al contrario que Aleixandre, para quien el largo reposo posterior al almuerzo -aunque bien despierto, y con visitas- era, por prescripción facultativa, sagrado, Ayala solía ir a la primera sesión de las cuatro y media, y muchos sábados y domingos de los años 80 compartí con él y su mujer las pantallas de los Alphaville, donde recuerdo haber coincidido viendo La semilla del crisantemo de Zhang Yimou, El declive del imperio americano, del canadiense Arcand, y más de una película de Ettore Scola. La satisfacción que a mí me daba esa coincidencia física con un escritor admirado era mayor cuando leía artículos suyos sobre algunos de los filmes que había visto en su proximidad física (también coincidíamos en la preferencia por las filas delanteras).
Y es que a Ayala hay que reconocerle, entre multitud de otros méritos literarios, civiles y biológicos, el de haber sido un precoz e inteligente aficionado al séptimo arte, que, aún casi en la adolescencia, empezó a publicar estupendos artículos cinematográficos en las páginas de la Revista de Occidente y la Gaceta Literaria, recopilados en 1929 en un librito de excepcional calidad, Indagación del cinema, varias veces reeditado, con ampliaciones, y ahora por cierto reimpreso en una elegante edición conmemorativa, en la que, dentro de una caja, Visor incluye un facsímil de aquella primera y la complementa, separadamente, con el breve ensayo Francisco Ayala y el cine, escrito por Luis García Montero.
El propio Ayala habló en cierta ocasión de la importancia que su sostenida afición al cine pudo tener en su escritura literaria, un influjo señalado por alguno de sus estudiosos. Es un tema de enjundia académica en el que no entraremos aquí, siendo preferible releer aquellos textos juveniles que mezclan la agudeza del espectador con una temperatura poética muy exaltada, en un estilo que era común en 1920 a otros narradores asociados a la Revista de Occidente como Rosa Chacel, Antonio Espina, Benjamín Jarnés o Corpus Barga.
El descubrimiento del cine tuvo para el joven Ayala algo de conversión o temblor religioso, siendo después permanente en él, nos dice, "la cicatriz de aquella extraña sorpresa". Del cine le fascinaba, al igual que a tantos otros pintores y poetas europeos del tiempo de las Vanguardias, su fantasmagoría, su velocidad, o lo contrario, el poder de parar el curso del tiempo, que Ayala evoca muy hermosamente en el elogio del ralentí cinematográfico, "una sensación blanda y triste como la caída de la nieve". La expresión de aquel Ayala comentarista cinematográfica es lírica cuando habla de las divas del cine mudo (de Greta Garbo destaca su glacial "sonrisa egipcia", que "levanta sueños de rugiente calentura") y de los grandes cómicos como Buster Keaton, "un romántico que esconde su veneno concentrado en el fondo de unos ojos tristísimos y de una ironía civil". La evidente fascinación no le impide, sin embargo, fijarse en otros alcances de aquel lenguaje visual entonces en formación. El cine tenía en sus primeras décadas mudas mucho de circense y hasta algo de fakir (así lo vio Cocteau), pero Ayala, el futuro sociólogo, subraya ya en sus escritos más tempranos las diversas consecuencias, no todas negativas ni mucho menos, de la popularidad del nuevo vehículo expresivo: "El cine va cuajando un espíritu nuevo, universal y solidario, a pesar de rebrotes contrarios y tesis rebeldes". Coherente hijo de un siglo cuyo rebasamiento en plena forma hoy celebramos, a Ayala le embobó en la juventud el personaje animado del Gato Félix. Lo bueno es que, a medida que el cine crecía en significados y el escritor granadino se hacía mayor, al atento espectador que siempre ha sido no se le escapó ninguno de aquellos. Aunque estos días ya no sea tan fácil encontrarlo en la fila 4 de un Alphaville.
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