El automóvil
Si nuestra civilización tiene algún dios, ése es el automóvil. A él, cada año, se le ofrendan miles de muertos en las carreteras de todo el mundo, e innumerables heridos y lisiados. Pocos son quienes protestan de forma airada contra esa barbarie; lo que se critica son aspectos secundarios de la cuestión. El quid de la cuestión no se lo plantea nadie: ¿realmente necesitamos el automóvil a todas horas? ¿Hemos de cogerlo cada fin de semana, cada puente? ¿Debe ya apenas un adolescente disponer de una máquina que puede alcanzar una velocidad endiablada? Porque ése es el mensaje que se nos transmite, con gran parte de la economía basada en la industria del automóvil, con una propaganda seductora que nos lo hace ver como la panacea de la dicha. Lo dijo Pascal: "La infelicidad del hombre se basa sólo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en una habitación". Porque casi todos estamos dispuestos a pagar ese tributo de sangre al Moloch de las carreteras con tal de disfrutar de las comodidades que nos ofrece tan sugestivo invento, que la contaminación nos asfixie en las ciudades, que vengan los cambios climáticos que quieran, que se gaste hasta la última gota de petróleo, que se vaya el planeta al garete y nosotros con él. Pero jamás renunciaremos al placer del automóvil; cuando vengan mal dadas, ya improvisaremos, ya surgirán las soluciones por sí mismas, pensamos en nuestra bobalicona e interesada confianza.
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