Por qué nos gustan los libros que hablan sobre mujeres
Para los hombres (escritores) de la Europa del Este la mujer representa todavía algo distinto de la mirada descarnada del varón occidental, siendo percibida como una ranura que separa a la madre nutricia tipo Venus de Willendorf de la desconcertante figura de un icono bizantino adaptada a la pintura abstracta. Tras El sueño (1993), este segundo libro publicado en España del escritor rumano Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956) no se escapa del ejercicio mnemotécnico que permite sacar a colación la novela del hoy algo eclipsado escritor húngaro Stephen Vizinczey, En brazos de la mujer madura, gracioso retrato de la iniciación de un joven enamoradizo en su tránsito hacia la madurez, donde la mujer personifica la decantación de las obsesiones adolescentes.
POR QUÉ NOS GUSTAN LAS MUJERES
Mircea Cartarescu
Traducción de Manuel Lobo
Funambulista. Madrid, 2006
310 páginas. 15,95 euros
Por qué nos gustan las mujeres es también un tierno retrato bipolar de la feminidad aunque entendida no en su faceta sensual o sexual, ya que "el amor como sentimiento es a veces un inhibidor de la sexualidad", sino en su propósito de persona mortal. Cartarescu observa a las criaturas del sexo opuesto con devoción, extrañeza, incomprensión y le "habla" a ellas con una especie de entrega no se si sabe si fruto de una relación edípica mal elaborada o de la naturaleza de los relatos que componen el libro, nacidos del encargo para una revista de consumo principalmente femenino. No obstante la digresión, su contenido aborda antes los recuerdos del autor que el sugerido objeto de deseo. Es un simulacro de autobiografía donde a base de datos apócrifos narrador y protagonista se convierten en la misma persona y la mujer en sinónimo de pasado, de imagen borrosa, mitad efigie resquebrajada, diosa blanca sin poderes, mitad visión embriagadora de lo exótico, arquetipo que se refleja en la Justine de Lawrence Durrell.
La prosa serena de Cartarescu cumple con el rito narrativo sin excesivos alambicamientos y sus minúsculas anécdotas, donde conviven un cierto candor con el elogio al solipsismo de a dos, de la intimidad como goce intelectual, crean no ya una atmósfera ilusoria sino de dispersión de la melancolía.
Entre otras cosas, el autor se sumerge en los viajes edificantes, en la predestinación como fuente de terror, en el obsequio de existir (aunque no en el de escribir), en búsqueda de la más maravillosa de las mujeres, en la cuestión sobre los escritores con pocas y muchas mujeres, que según el autor se les puede reconocer por sus textos: "Los críticos dividen a los escritores de diferentes maneras, por afinidades, por generaciones, por familias espirituales y según corrientes literarias, pero por lo que a mí respecta, también se les podría dividir en escritores que han tenido pocas mujeres y escritores que han tenido muchas mujeres".
Esta cita algo reduccionista y misógina es no obstante un complemento ideal a la afirmación retórica del título, y se podría acabar respondiendo, sencillamente por amor a la crítica, que es asimismo dama: porque son como en realidad nosotros quisiéramos ser.
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