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Reportaje:ARQUITECTURA

La ciudad es un árbol

La ciudad no es un árbol: con este título nos explicó Christopher Alexander en 1965 que el diseño urbano no puede originarse en un simple proceso de decisiones sucesivas que se bifurcan como ramas; la ciudad es un semirretículo, decía, y ese término matemático venía a significar que la forma urbana proviene de un tejido enredado de elecciones y azares. El rechazo del patrón arborescente era una crítica del mecanicismo tecnocrático, y a la vez una defensa de la complejidad de los organismos urbanos, por lo que la negación del árbol informático suponía -paradójicamente- una afirmación del árbol biológico: en su dimensión termodinámica y metabólica, la ciudad es un árbol, sus procesos de crecimiento tienen el vigor y la fragilidad de lo vivo, y sus alteraciones artificiosas de podas o injertos deben hacerse con el conocimiento y la cautela del jardinero. Enfrentados a la caudalosa mutación y metástasis de las metrópolis, nos aferramos a esas certidumbres lentas y vegetales como nos asimos a los recuerdos pálidos de la infancia, y nos amotinamos emocionalmente cuando el bisturí del urbanista se acerca al corazón frondoso y umbrío de la ciudad.

¿Es posible sentir aprecio simultáneo por la obra arquitectónica de Siza, la gestión política de Gallardón y el activismo cívico de la baronesa?
La reforma del paseo del Prado amenaza con canjear destrozos seguros por paraísos posibles

Cuando Alexander escribe, las

certidumbres modernas habían comenzado ya a desvanecerse, y al año siguiente sufrirían un golpe definitivo con la aparición de los míticos libros de Aldo Rossi y Robert Venturi que dieron carta de naturaleza a la posmodernidad. José Luis Sert -del que estos días se muestra en La Lonja de Palma de Mallorca la exposición retrospectiva inaugurada en la barcelonesa Fundación Miró- había publicado Can Our Cities Survive? en 1942, pero esta primera presentación en inglés de las tesis urbanas canónicas del cuarto CIAM (Congreso Internacional de Arquitectura Moderna), celebrado en 1933, pronto daría lugar a una profunda revisión del credo moderno, centrada en la recuperación de la monumentalidad simbólica defendida por el historiador Sigfried Giedion y en el retorno a la escala humana preconizado por el crítico Lewis Mumford.

Con estos mimbres se tejió en Harvard durante los años cincuenta la nueva disciplina del diseño urbano, puesta de largo en 1956 con un famoso encuentro -recordado medio siglo después en un número monográfico de la Harvard Design Magazine- que organizó el entonces decano Sert con el propósito de contribuir a revitalizar los centros urbanos de Estados Unidos, físicamente desventrados por las infraestructuras del transporte y socialmente devastados por la huida de la clase media a las periferias residenciales.

En esa reunión intervino una escritora casada con un arquitecto y redactora de Architectural Forum, pero por lo demás carente de formación universitaria, que con el tiempo alcanzaría gran notoriedad por su exitoso enfrentamiento con el todopoderoso Robert Moses, urbanista-jefe de Nueva York, para impedir que una autopista elevada, la Lower Manhattan Expressway, destruyese el Greenwich Village donde había elegido vivir.

Partidaria de la ciudad densa, imprevisible y heterogénea (que mezcla construcciones viejas y nuevas, habitantes ricos y pobres, vehículos y peatones en una coreografía urbana permanentemente renovada), y crítica por lo tanto de la fijación de Mumford con la ciudad jardín, esa mujer a la que Moses y Mumford denigraban por su condición de ama de casa ("Mother Jacobs" la llamaba el último, y a "un puñado de madres" atribuía el primero la oposición a su proyecto) escribió en 1961 un libro que cambió el urbanismo americano, poniendo fin a la ortodoxia dominante del llamado urban renewal: las demoliciones de barrios envejecidos para reemplazarlos con torres y bloques de viviendas, esparcidos entre praderas de césped y nudos de autopistas. The Death and Life of Great American Cities fue a la vez una denuncia de la insensibilidad de los urbanistas y sus patronos políticos, un elogio de la participación comunitaria como instrumento de defensa social frente a los atropellos urbanos, y un adelanto de sus textos posteriores sobre la economía urbana desde una óptica ética y orgánica. Un año más tarde, Rachel Carson publicaría Silent Spring, y desde entonces los movimientos de conservación de la naturaleza entrarían en resonancia con los esfuerzos de esta activista abrasiva por proteger la vitalidad diversa y enmarañada de la ecología urbana.

Jane Jacobs murió en Toronto

el pasado 25 de abril (residía en Canadá desde 1968, tras dejar Estados Unidos para evitar que sus hijos lucharan en Vietnam), el día siguiente a la publicación en este periódico del desafío de Carmen Thyssen a Alberto Ruiz-Gallardón por la reforma del paseo del Prado, que dio el disparo de salida a una de las polémicas urbanas más apasionadas y agrias del pasado reciente, con movilización de todo el espectro mediático, manifestación popular de apoyo a la baronesa y repliegue provisional del alcalde madrileño, que ha retrasado seis meses cualquier decisión sobre el proyecto.

Desde luego, Carmen Thyssen no es Jane Jacobs, ya que su fama y fortuna le garantizan una visibilidad y una audiencia que la americana debió obtener arduamente con sus escritos, ni Gallardón es Robert Moses -para este título tendría más méritos el ingeniero de la M-30, Manuel Melis, dado que el arquitecto del paseo del Prado, Álvaro Siza, resulta poco verosímil en ese papel demiúrgico-, pero lo cierto es que tanto el eco público obtenido por la voz de alarma como el trato denigratorio otorgado a la denunciante recuerdan las ásperas campañas de la escritora en defensa de la ciudad existente frente a los sueños o las pesadillas de los urbanistas modernos.

No es fácil aceptar que una

mujer sin credenciales técnicas ose plantar cara a tantos ilustres varones, aglutinando un caleidoscopio político que se extiende desde el Partido Popular de Esperanza Aguirre hasta los ecologistas y el PSOE municipal, y galvanizando a la opinión pública contra un proyecto avalado por la sabiduría minuciosa del maestro de Oporto, legitimado por un turbión de profesores, y movido por el bienintencionado empeño de reducir el tráfico de automóviles y crear un jardín donde hoy se extiende una calzada. Pero la solución adoptada violenta de tal modo las trazas perezosas de la ciudad, y altera tan radicalmente los patrones actuales del tráfico y la distribución de las masas arbóreas, que amenaza con canjear destrozos seguros por paraísos posibles, y pone en cuestión la máxima hipocrática que los arquitectos deberían aplicar siempre en sus tratos quirúrgicos con la ciudad: primum non nocere.

En todo caso, el necesario debate está tan esmaltado de descalificaciones gratuitas, tan contaminado por el clima de animosidad sectaria que actualmente domina el escenario político y periodístico del país, y tan alejado de las que Azaña llamaba "regiones templadas del espíritu", que cualquier juicio debe esperar ser recibido como producto del interés antes que como fruto de la convicción. La admiración que hoy sentimos por Moses, Mumford o Jacobs, ¿pudo expresarse cuando se enfrentaban en las trincheras urbanas? ¿Es posible sentir aprecio simultáneo por la obra arquitectónica de Siza, la gestión política de Gallardón y el activismo cívico de la baronesa, o debe aguardarse el enfriamiento sosegado de las pasiones que sólo el tiempo y la distancia otorgan? En el paseo del Prado, una arboleda perdida y encontrada espera el veredicto de la opinión: si la ciudad es un árbol, que allí también lo demuestre.

El actual bulevar del paseo del Prado, con la arboleda objeto de la polémica urbana.
El actual bulevar del paseo del Prado, con la arboleda objeto de la polémica urbana.ULY MARTÍN

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