El tren de la modernidad china pasa de largo en el Himalaya
El Gobierno de Pekín trata de desarrollar con una línea férrea hasta la capital de Tíbet la atrasada región anexionada
A la salida de Golmud, una ciudad de unos 200.000 habitantes rodeada de lagos salados en la antesala de la meseta tibetana, un pórtico sobre la vía férrea anuncia en grandes caracteres chinos: "Comienzo del ferrocarril Qinghai-Tíbet". Las montañas, ocres y estériles, se recortan en el horizonte bajo el cielo teñido de polvo. Es la una de la tarde, y la temperatura ronda 20 grados en esta llanura situada a 2.800 metros en la región autónoma de Qinghai, en el extremo occidental de China.
El coche se desliza sobre la calzada bien asfaltada mientras deja atrás uno tras otro cuarteles a cuyas puertas se pueden ver antiguos eslóganes comunistas, como "Sirve al pueblo", con la caligrafía de Mao Zedong, o la foto del actual presidente, Hu Jintao, ante la plaza Tiananmen. A la derecha, dormita un poblado tibetano de nueva construcción, trazado con tiralíneas. La vía del ferrocarril, que corre paralela a la carretera, está desierta. Entró en servicio el 1 de julio, conectando por primera vez la capital de Tíbet (Lhasa) con cinco de las principales ciudades chinas -entre ellas, Pekín- a través de Golmud. Pero, de momento, sólo circulan cinco trenes de pasajeros al día en cada sentido, más uno de mercancías.
"El tren Qinghai-Tíbet será la vía que unirá los corazones de los compatriotas tibetanos con la gente de las etnias de todo el país, y será el camino para la modernización y el despegue de las tierras altas nevadas", escribió el Diario del Pueblo, órgano oficial del Partido Comunista Chino (PCCh). Según el Gobierno, el ferrocarril más alto del mundo permitirá sacar a la región del atraso y el aislamiento a los que ha estado sometida a causa de la barrera natural que supone el Himalaya.
Pero para los habitantes de Tuotuo He -un poblado situado a 4.500 metros de altitud, unos 450 kilómetros al sur de Golmud, cerca de la frontera con Tíbet-, el tren que corta sus tierras como una cuchillada ha traído, de momento, pocas ventajas.
Teltatongle, un tibetano de 49 años, barba rala y rostro ajado por el sol y el viento, mira a la docena de hombres ociosos que juegan al billar en la calle principal de este villorrio de 1.000 almas, y dice con ojos tristes: "El tren no ha cambiado nada aquí, no ha mejorado la vida de nadie". Tuotuo He -que significa Río Tuotuo- parece una imagen del Lejano Oeste estadounidense. Sobre la calle central flota un aire de estación de intercambio de caballos de diligencia. Restaurantes de mala muerte, tienduchas de alimentación y talleres de recauchutado de neumáticos flanquean la carretera, en la que se detienen con una polvareda los camiones que se dirigen a Lhasa.
Teltatongle tiene 100 yaks y 500 ovejas. Dice que no trabajó en la construcción de la línea férrea porque tenía que ocuparse del ganado. Tampoco hubo mucho lugar para los tibetanos en el proyecto. Sólo el 10% de los 100.000 obreros que participaron era de esta minoría. Según las autoridades chinas, por falta de cualificación. Los tibetanos son unos seis millones, más de la mitad de los cuales vive en las provincias chinas de Qinghai, Sichuan, Gansu y Yunnan; fuera de la región autónoma de Tíbet. Constituyen una de las minorías más pobres del país, con un índice de analfabetismo del 40%.
La línea férrea que conduce a Tíbet parece haber pasado de largo por Tuotuo He, a pesar de que cuenta con estación de tren y un elegante viaducto, que cruza el río del mismo nombre a las afueras. Tras las fachadas de los negocios de carretera se esconde un puñado de calles de tierra y casas de adobe. Al atardecer, el humo se eleva sobre la basura que se acumula en los patios traseros extendiéndose por la pradera infinita. En una charca, media docena de cerdos muertos flotan boca arriba, hinchados como odres. Ladran los perros.
La construcción del ferrocarril Golmud-Lhasa obligó a desalojar de sus tierras a más de 120 familias en esta zona, según Teltatongle. "Cada una recibió entre 10.000 y 20.000 yuanes (de 990 a 1.980 euros), y les obligaron a irse a vivir a Golmud, donde les dieron una casa. El Gobierno dijo que el clima era mejor allí".
"Allí", en el poblado trazado con tiralíneas en las afueras de Golmud, Qimeisuonan, un tibetano de 27 años cuenta que lleva tres años en su nueva vivienda, un paralelepípedo con varias habitaciones, decorado con muebles de vivos colores, en el que reina el olor rancio de la mantequilla de yak. "Yo era pastor, pero las autoridades nos dijeron que teníamos que venirnos aquí. Ahora no tengo animales ni trabajo", dice sentado en el borde de una de las camas que ocupan el salón. En las paredes hay varios carteles sobre la lucha contra el sida, y cómo proteger la naturaleza. "Las autoridades nos obligan a todas las familias a tener estos pósters, pero yo no sé lo que es el sida", dice.
Qimeisuonan viste un traje de chaqueta oscuro polvoriento, y tiene el pelo revuelto; parece un chino de la etnia han. Una imagen muy diferente de la que presenta en su documento de identidad, en el que exhibe un rostro tibetano sonriente, que se ha esfumado. Las organizaciones de tibetanos en el exilio acusan a Pekín de querer utilizar el tren para facilitar la entrada de chinos en Tíbet, asimilar a su población y diluir la cultura local. "El Gobierno nos da 500 yuanes (49 euros) al mes a cada familia, y mi hija de 11 años va gratis a la escuela, pero lo que me gustaría es regresar a mi pueblo", afirma.
Lo mismo que piensa Baimajumi, de 38 años, otro desplazado. "Aquí no hay nada que hacer. Pero no podemos volver, porque ya no tenemos tierra", dice este hombre -que tiene tres hijos- en un pequeño restaurante a un centenar de metros. Su hija mayor -una chica de 16 años- nunca ha ido al colegio. A la entrada del núcleo de 120 viviendas, un panel oficial dice: "Gracias al Comité Central del Partido y al Consejo de Estado por preocuparse con amor de nosotros".
China está inmersa en una campaña de desarrollo del oeste (la zona más pobre de país), y está obligando a poblaciones que viven en lugares aislados, en los que es difícil mejorar el nivel de vida de sus habitantes, a mudarse a núcleos urbanos. Al mismo tiempo, logra escolarizar a muchos niños, que hasta entonces no habían recibido nunca educación. Pero el proceso rompe los modos de vida de campesinos que durante generaciones se han dedicado a la agricultura o la ganadería y no tienen otro tipo de formación. "Abrir un negocio es difícil. Éramos más felices en nuestro pueblo", dice Baimajumi.
La línea de nueva construcción del ferrocarril a Tíbet, entre Golmud y Lhasa, mide 1.142 kilómetros. Más del 80% del trazado discurre por encima de los 4.000 metros de altitud, y llega a 5.072 metros en la frontera con Tíbet, lo que lo ha convertido en el más alto del mundo. Alrededor de 550 kilómetros discurren por terreno permanentemente congelado. El coste del proyecto, que fue iniciado en 2001, ha ascendido a alrededor de 3.000 millones de euros.
Tras dejar Golmud, los primeros kilómetros atraviesan un paisaje desértico, entre eriales, montañas erosionadas, rebaños de cabras y pastores a lomos de caballos y camellos. La vía va subiendo poco a poco, hasta que apenas un centenar de kilómetros después aparecen las primeras nieves eternas y los glaciares que descienden de las montañas.
A continuación, cruza la zona sísmica del puerto de Kunlun, una cadena montañosa con cumbres de más de 7.000 metros, considerada el paraíso por los taoístas, que fue sacudida en 2001 por un terremoto de intensidad 8,1 en la escala Richter, para internarse en la meseta verde y congelada. Visto desde la carretera, el tren corta el paisaje como un bisturí.
Mañana, segundo y último capítulo de Viaje en ferrocarril a Tíbet.
Un suero contra el mal de altura
La vida en este poblado del altiplano chino, en el que parte de sus moradores son inmigrantes de las etnias han (la mayoritaria en China) y hui (musulmanes), es dura; por el clima y por el mal de altura. "En invierno, los vientos son muy fuertes; nieva y hace mucho frío", dice el ganadero Teltatongle, que tiene tres hijos.
En la meseta tibetana, que tiene una altitud media de 4.300 metros y una superficie de 2,5 millones de kilómetros cuadrados (el equivalente a cinco veces España), las temperaturas oscilan en invierno entre 4 y 40 grados bajo cero. Y el número de moléculas de oxígeno que llegan al cuerpo por cada inspiración cae al 60% ya a 3.700 metros de altitud respecto al nivel del mar, lo que unido a la menor densidad del aire, provoca fuertes dolores de cabeza, falta de aliento, náuseas, la potencial filtración de agua en el cerebro y los pulmones, e incluso la muerte.
En el suelo es corriente ver viales vacíos del llamado azúcar de uva o glucosa, un suero inyectable que los chinos utilizan también bebido para paliar el mal de altura, con irregular éxito. En un arcén, un hombre camina con una botella del líquido en alto en la mano derecha, mientras el fluido entra por una aguja en el dorso de la izquierda. Otro arrastra los pies respirando con dificultad.
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