'Ritornello', 2006-1941
Salió a la calle y vio que en dos de cada tres kilómetros de Madrid era el año 2006, pero en el otro era 1941. Se podía comprobar fácilmente, porque en unas zonas había tiendas llenas de alimentos, con los escaparates iluminados, y en otras, los comercios desabastecidos y oscuros de la primera posguerra. El tráfico era más ligero que de costumbre, a causa de las vacaciones, pero los coches de hoy se cruzaban con los modelos del pasado, casi todos pintados de negro.
Las personas normales cruzaban las calles vestidas de civil y eran observadas atentamente por otras que llevaban el uniforme de la Falange Española de las Juntas de Ofensivas Nacional-Sindicalistas, el yugo y las flechas rojas sobre la camisa azul y, a veces, la pistola a la cintura.
En ciertos casos, los paramilitares detenían en medio de las aceras a quienes les parecían sospechosos, y les pedían la documentación. En una esquina, Juan Urbano fue testigo de cómo un par de policías vestidos de gris abofeteaban a un joven.
Quiso salir en su defensa, pero lo detuvo el destello que pudo ver en los ojos interrogantes con que lo miró uno de los agentes.
Siguió caminando, primero por la calle de la Princesa, luego por la plaza de España y a continuación por la Gran Vía.
A la altura de la calle de la Reina, dos falangistas pararon a una pareja que no iba como todas las demás, cogida del brazo, sino él con la mano sobre los hombros de la mujer, y la llamaron la atención: Juan pudo oír algunas palabras sueltas como moral, orden y decencia.
Ella les pidió perdón y el hombre bajó la cabeza, avergonzado. Después, los matones entraron en unos billares y, a los pocos segundos, salieron llevando detenidos a dos chicos. Uno de ellos lloraba y unas mujeres vestidas de negro le gritaron: "¡Marica!".
Juan se giró, angustiado, y pudo descubrir que, a su espalda, la vida seguía como de costumbre, vio plazas llenas de jóvenes vestidos cada uno a su aire, con el pelo largo o corto, teñido, con camisetas de colores, con chaqueta y corbata, con trajes severos o insinuantes.
Cuando dos muchachas que llevaban minifaldas y camisetas escotadas se cruzaron con las señoras que habían insultado al chico y jaleado a los falangistas, éstas les dijeron: "Y vosotras, ¡golfas!, iros a casa a fregar".
Los peatones que presenciaban la escena se dividieron en dos grupos: uno de cada tres aplaudía y coreaba consignas como: "Mano dura / con los pervertidos, / dadles lo que les gusta / en el cuartelillo".
De pronto, uno de los falangistas y un par de policías se giraron hacia Juan y él fue, de pronto, consciente de sí mismo, se llevó una mano mecánica al pelo, tal vez demasiado largo, y reparó en el pendiente de oro que llevaba en su oreja izquierda... Los dos guardias avanzaron hacia él, y les vio sacar sus porras de las fundas. Uno de ellos le golpeó en la cara con el dorso de la mano y el otro levantó la porra sobre su cabeza.
Juan se protegió con los brazos y justo cuando iba a recibir el impacto, abrió los ojos. Naturalmente, estaba en su casa, se había quedado dormido en el salón, con el periódico en la mano.
Lo tenía abierto por la página 38, en la que estaba la noticia deprimente de la agresión sufrida por un hombre en una piscina pública de Madrid, al que habían insultado y dado una paliza por besarse con un amigo.
Los agresores eran, al parecer, menores, pero hubo adultos que los azuzaron y otros que justificaban la salvajada: "Es que los niños no están educados para presenciar escenas como ésa", manifestaban dos mujeres interrogadas por un reportero.
¿Quizás a toda esa gente le gustaría volver a una dictadura y a la mojigatería impuesta a tiros, y a la prohibición de todas las libertades, incluida la sexual?, se preguntó Juan.
Bajo el artículo que contaba la canallada ocurrida en la piscina pública de La Elipa, había una encuesta que revelaba que uno de cada tres adolescentes varones madrileños ve correcto tratar despectivamente a un homosexual.
"Uno de cada tres", se dijo Juan, "treinta y dos de cada cien, trescientos veinte de cada mil, tres mil doscientos de cada diez mil...", e imaginó un ejército de jóvenes dispuestos a patearle la cara a un semejante, como le habían hecho al hombre en La Elipa, por besar a su pareja.
Fue corriendo a la ventana y miró atentamente la calle. Era curioso, todas las personas que pasaban en ese momento por allí parecían absolutamente normales, cada una a su manera.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.