Un cojo en la ciudad
Los discapacitados sobreviven entre zanjas, escaleras, colas y tráfico
Vivir en Madrid apoyado en dos muletas te convierte en una anormalidad, en un medio-ciudadano. La capital, caótica, ruidosa, a veces bella y divertida, y esperanzadamente olímpica, se transforma en una pesadilla para el discapacitado, en este caso convaleciente de una operación.
"Hay que moverse para fortalecer la rodilla", decreta el cirujano llegado de algún planeta del extrarradio. Disciplinado, el lisiado se va de paseo y descubre con pavor que durante el recorrido debe jugarse el resto del físico en los pasos de cebra. Conductores sobrados de puntos aceleran ante guardias dedicados a lo esencial: decidir quién entra en la calle Mayor.
Alcanzada la acera deseada no acaba la amenaza, sino que empieza la gincana: brincar por un mar de zanjas de diversos tamaños, formas y profundidades -sin señalizar, claro; si no, ¿dónde estaría la gracia?-, baldosas levantadas, cacas de perro, decenas de paneles anunciantes, paradas de autobús y de taxi, señales de que sí y de que no, váteres futuristas de monedas... Herencias del alcalde José María Álvarez del Manzano, tan dado a los excesos en la decoración.
"Alcanzada la acera, empieza la gincana: baldosas levantadas, cacas de perro..."
Si el minusválido provisional del distrito Centro decide desplazarse en metro tendrá que elegir bien la estación. Algunas, como Ópera, tan pródiga en peldaños como escasa en información al usuario, no fueron diseñadas para los lisiados. El descenso por las escaleras en hora punta parece un tiovivo: los que suben con ímpetu tratan de girarte a la izquierda y los que bajan a la carrera quieren devolverte a la posición de partida. Un juego emocionante.
Los agentes de seguridad del suburbano son como los de la calle Mayor. Nada de ayudas en el torno de los billetes, pese al amenazante ajetreo de las muletas. Y en los vagones, al menos en el que viaja el periodista, los asientos reservados a los defectuosos se mantienen ocupados por ávidos -y distraídos- lectores de prensa rápida, mientras que el convaleciente se bambolea invisible entre la multitud.
Las dependientas de un almacén de postín no parecen reparar en las muletas y tratan al disminuido como un zángano dedicado más a la molestia que a la compra.
No mejora el asunto en el centro de salud. Allí, un funcionario malhumorado ordena: "Póngase en esa cola". Obviamente, la más larga.
Los amigos, pendientes del espíritu del minusválido, proponen: "Vamos a cenar a la plaza de Oriente, para que no te canses". El hombre de las muletas entra en uno de sus restaurantes favoritos y descubre de pronto lo que nunca había visto: está excavado en una gruta que carece de rampa y ascensor. Sólo comida sana, para gente bien sana.
Harto de la ciudad insensible, de aceras agujereadas, guardias distraídos, automovilistas con mala leche, políticos y ciudadanos indiferentes, el impedido transitorio opta por la huida hacia el sur.
Compra un billete del AVE, tras otra cola, y se dirige a la rampa número seis. En ella está oculta la última broma: la cinta transportadora se desplaza a tal velocidad que la entrada y salida resultan maniobras de alto riesgo, incluso para algún sano que sale trastabillado entre la risita secreta y vengativa del tullido.
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