Nueva anatomía de Madrid
Habrán nacido hoy mismo, puede que bajo la manta entre sofisticada y tranquilizadora de un hospital en Andalucía o en Cantabria. Quizá hayan venido al mundo en condiciones insalubres por la cordillera andina o entre el polvo del desierto africano, marcando con su primer berrido la necesidad de huir en busca de una vida más digna. Todavía no lo saben, no han abierto ni siquiera los ojos para ver el mundo. Pero el destino que han marcado ya previamente las estadísticas se les ha adelantado, les ha dictado incluso, con años de ventaja, su propia decisión.
La mitad de los madrileños hemos nacido fuera de Madrid. Uno de cada dos -entre los 3.205.334 millones censados en la capital- también hemos crecido lejos, aunque la distancia entre lo que separa a esta ciudad del mundo sea una variable de lo más relativa. Además, nada parece que vaya a cambiar en ese sentido. Afortunadamente.
Con esa fascinante paradoja vamos marcando el carácter de estas calles abiertas, nada ensimismadas en sí mismas, generosas, libérrimas y en radical mutación constante, que van cambiando sus acentos, su físico, su anatomía al tiempo que dejan el poso de una misteriosa y milagrosa autenticidad en sus venas de alquitrán.
Cuando alguien llegaba a Madrid hace 20 años y posaba las maletas en una pensión, en un colegio mayor, en la fría desnudez sin calefacción central de un piso de alquiler o en casa de algún familiar puede que no llegara a sospechar que quedaría atrapado en su dulce anarquía mesetaria, afectado para siempre por la filosofía que salía humeante de sus tugurios, donde por ejemplo Joaquín Sabina, ese madrileño de Úbeda, buscaba definiciones que la hicieran justicia a medio camino entre Galdós y Bob Dylan. Él nos ha enseñado a quererla mucho más que otros pero va a ser tan duro como gratificante el papel de sus futuros trovadores. Aunque algunos sospecháramos que Cela podría tener algo de razón cuando definía a Madrid como ese poblachón a medio camino entre Navalcarnero y Kansas City poblado de subsecretarios, muchos también creemos que se quedó corto y necesitó toda una Colmena o un San Camilo, 1936 para definirla mejor. Aquella cutrez entre violenta y tierna que nos fascinaba, era la certera y desastrosa hija descarriada de la ciudad que nos habían mostrado Galdós y Valle-Inclán, pero llevaba encima demasiada tisis y gonorrea infectadas por la guerra y el franquismo como para que la pudiéramos soportar mucho tiempo. Llegó la alegre movida también y ese existencialismo vital y ecléctico que le dieron los escritores y los artistas de la transición. Pero ahora necesitamos otro fresco para mostrar a los futuros madrileños nacidos fuera de Madrid. Un lienzo en que encuentren esa ciudad finalmente cosmopolita. La que va sin apenas darse cuenta, cambiando su acento cheli, su modo de hablar explícito y contundente, entre tabernario y taurino, por unos dejes latinoamericanos guatacones y seductores, que nos prestan la rica variedad del Caribe, la lunática dulzura brasileña o la maravillosa tonalidad musical argentina mezclados con la discreta autodisciplina desconcertada de quienes vienen del este Europeo, o con la abrupta percusión que se desprende de la manera de hablar subsahariana y la atropellada amabilidad sonora del Lejano Oriente.
Ese Madrid deberá mostrar a sus hijos su nueva piel también. En algunos barrios, ese castaño oscuro que dominaba antaño va aclarándose con un rubio eslavo, mientras que el castaño claro de otras esquinas se irá oscureciendo al tiempo que las cruces y el sonido de los órganos se vayan confundiendo con la llamada a la oración de los imanes.
El olor y el sabor a callo y a zarajo, a panceta y a patata brava que desprendían los extractores de humo van perdiendo algún protagonismo, pero bailan el chotis encantados con las ruedas de kebab y se dulcifican o se excitan con el sushi de los escaparates y los patos lacados de las cocinas orientales. El madrileño hace hoy la digestión en paz, alimentando la ciudad de una regenerada tolerancia abierta a todo el que quiera poblarla pese a no haber venido al mundo estrictamente en su seno. Pese a haber nacido fuera, que es la mejor forma de sentirse dentro.
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